Víctor Codina sj
Afortunadamente, junto a los terroríficos y morbosos noticiarios televisivos y radiofónicos sobre la pandemia, aparecen otras voces alternativas, positivas y esperanzadoras.
Algunos recurren a la historia para recordarnos que la humanidad ha pasado y superado otros momentos de pestes y pandemias, como las de la Edad media y la de 1918, después de la primera gran guerra. Otros se asombran de la postura unitaria europea contra el virus, cuando hasta ahora discrepaban sobre el cambio climático, los inmigrantes y el armamentismo, seguramente porque esta pandemia rompe fronteras y afecta a los intereses de los poderosos. Ahora a los europeos les toca sufrir algo de lo que padecen los refugiados e inmigrantes que no pueden cruzar fronteras.
Hay humanistas que señalan que esta crisis es una especie de “cuaresma secular” que nos concentra en los valores esenciales, como la vida, el amor y la solidaridad, y nos obliga a relativizar muchas cosas que hasta ahora creíamos indispensables e intocables. De repente, baja la contaminación atmosférica y el frenético ritmo de vida consumista que hasta ahora no queríamos cambiar.
Ha caído nuestro orgullo occidental de ser omnipotentes protagonistas del mundo moderno, señores de la ciencia y del progreso. En plena cuarentena doméstica y sin poder salir a la calle, comenzamos a valorar la realidad de la vida familiar. Nos sentimos más interdependientes, todos dependemos de todos, todos somos vulnerables, necesitamos unos de otros, estamos interconectados globalmente, para el bien y el mal.
El mal
También surgen reflexiones sobre el problema del mal, el sentido de la vida y la realidad de la muerte, un tema hoy tabú. La novela La peste de Albert Camus de 1947 se ha convertido en un best seller. No solo es una crónica de la peste de Orán, sino una parábola del sufrimiento humano, del mal físico y moral del mundo, de la necesidad de ternura y solidaridad.
Los creyentes de tradición judeo-cristiana nos preguntamos por el silencio de Dios ante esta epidemia. ¿Por qué Dios lo permite y calla? ¿Es un castigo? ¿Hay que pedirle milagros, como pide el P. Penéloux en la novela La peste? ¿Hemos de devolver a Dios el billete de la vida, como Iván Karamazov en Los hermanos Karamazov, al ver el sufrimiento de los inocentes? ¿Dónde está Dios?
No estamos ante un enigma, sino ante un misterio, un misterio de fe que nos hace creer y confiar en un Dios Padre-Madre creador, que no castiga, que es bueno y misericordioso, que está siempre con nosotros, es el Emanuel; creemos y confiamos en Jesús de Nazaret que viene a darnos vida en abundancia y se compadece de los que sufren; creemos y confiamos en un Espíritu vivificante, Señor y dador de vida. Y esta fe no es una conquista, es un don del Espíritu del Señor, que nos llega a través de la Palabra en la comunidad eclesial.
Todo esto no impide que, como Job, nos quejemos y disputemos ante Dios al ver tanto sufrimiento, ni impide que como el Eclesiastés constatemos la brevedad, levedad y vanidad de la vida. Pero no hemos de pedir milagros a un Dios que respeta la creación y nuestra libertad, quiere que nosotros colaboremos en la realización de este mundo limitado y finito. Jesús no nos resuelve teóricamente el problema del mal y del sufrimiento, sino que a través de sus llagas de crucificado-resucitado nos abre al horizonte nuevo de su pasión y resurrección; Jesús, con su identificación con los empobrecidos y los que sufren, ilumina nuestra vida; y con el don del Espíritu nos da fuerza y consuelo en nuestros momentos difíciles de sufrimiento y pasión.
Víctimas del coronavirus
¿Dónde está Dios? Está en las víctimas de esta pandemia, está en los médicos y trabajadores de la salud que los atienden, está en los científicos que buscan soluciones, está en todos los que en estos días colaboran y ayudan para solucionar el problema, está en los que rezan por los demás, en los que difunden esperanza.
Quizás nuestra pandemia nos ayude a encontrar a Dios donde no lo esperábamos.