Monseñor Enrique Díaz Díaz
Obispo de la Diócesis de Irapuato
San Pio V
Nada hay tan terrible como la muerte. Es uno de los miedos que atenazan al hombre mientras él busca olvidarse de que un día pondrá fin a su existencia. El hombre quisiera perdurar más allá de los límites que nos imponen los espacios del tiempo y del lugar. Hoy encontramos este anhelo frustrado de los grandes hombres del Antiguo Testamento que los judíos miran como modelos… sin embargo murieron y no queda huella de ellos. Jesús por el contrario habla de inmortalidad, de vida eterna y plena. Pero no se trata de una evasión de la vida terrena o un desprecio al cuerpo, sino de darle su verdadera dimensión. No podemos olvidarnos de la realidad temporal como si fuéramos ángeles y despreciáramos el cuerpo, pero tampoco podemos anclarnos y quedar esclavizados a una realidad temporal y material. Jesús nos enseña el camino de la fe ofreciéndose el mismo como el verdadero pan que ha bajado del cielo. Jesús mismo se nos propone como el único que nos puede dar esa vida plena pero nos dice que es un regalo que nos ofrece el Padre. A veces queremos prolongar la vida con alimentos especiales, con dietas integrales, con vitaminas y refuerzos que prolonguen la vida… pero nos olvidamos de vivir cada momento a plenitud y con plena identificación con Jesús. Entonces, aunque prolonguemos nuestra vida, si no es vida vivida en plenitud y armonía con Jesús, con nosotros mismos y con los demás, parecería como una vida vegetativa. Y el verdadero discípulo de Jesús no puede vivir en estado vegetativo sino en constante relación. La imagen de Jesús como pan está llena de implicaciones para el discípulo pues al mismo tiempo que nos hace entrar en una relación íntima con Él, también nos lanza a una relación de “pan compartido” para los demás. Los discípulos de Jesús debemos vivir como pan que comparte amor y vitalidad sobre todo con los que más sufren en nuestra sociedad, al dar vida también nosotros prolongamos la propia vida. Contemplemos a Jesús como pan que nos ofrece la resurrección y que vence la muerte.
Santa Catalina de Siena
Cuando nos acercamos a Jesús y escuchamos atentamente sus palabras no podemos quedarnos tranquilos en nuestro ambiente de injusticia e indiferencia. Las palabras de Jesús son muy claras: “Me han visto y no creen” Es cierto que con frecuencia hemos utilizado sus palabras referidas a la Eucaristía que nos afirman: “el que viene a mí no tendrá hambre, el que cree en mí nunca tendrá sed”. Y las asumimos como muy nuestras y hacemos las comuniones necesarias, pero por desgracia a veces se quedan sólo en la intimidad y no generan el dinamismo que nos lleve a continuar la misma misión de Jesús: “Para que tengan vida eterna”. Nos hemos conformado con comulgar nosotros y no hemos sentido la comunión con los que padecen hambre. Es una acción muy concreta que exige la Eucaristía ante una sociedad que se conforma con alimentarse a sí misma y no es capaz de sentir el hambre de los hermanos. El discurso Eucarístico está muy relacionado con la multiplicación de los panes, como la Eucaristía está muy relacionada con el compromiso social de los cristianos. Y no se trata solamente de dar unas migajas o una limosna a quien sale a nuestro paso, se trata de cambiar las estructuras que nos están llevando a vivir en esferas individualistas de confort personal, mientras se quedan fuera de ellas millones de hermanos que no comparten la vida, que mueren de hambre y de necesidad. Creer en Jesús no es una profesión o una confesión vocal. Creer en Jesús implica poner cuerpo y alma en su proyecto de vida para “todos los que el Padre me ha dado”. Y la voluntad del Padre es que no se pierda ni uno solo. Estos días difíciles, corremos el riesgo de sólo protegernos nosotros individualmente y no pensar en nosotros como comunidad. La vida plena incluye a todos los hombres y mujeres invitados a participar de la mesa de la vida, de la educación y de los derechos. Una mesa que se cierra en torno a unos cuantos desdice la verdadera fe de quienes nos decimos cristianos. ¿Cómo asumimos este mandato de Jesús?
San Pedro Chanel
San Luis María Grignion de Montefort
¿Cómo vivir hoy en día la enseñanza de Jesús? Las narraciones que en estos días nos ofrece el libro de los Hechos de los Apóstoles nos retan a ser también nosotros testigos de Jesús. Esteban en todo sigue a Jesús: en sus discusiones contra los judíos, en su firmeza en la fe, en su perdón y en la forma de buscar llegar al Padre. Sus opositores se niegan a escuchar sus palabras, cierran el corazón y rechinan los dientes, a tal punto se llenan de ira que, sacándolo de la ciudad, lo apedrean. Son como dos sistemas frente a la vida, frente a Jesús. Hay quien lo sigue y busca con firmeza buscar y dar la vida; hay quien se opone con todas sus fuerzas a esta vida. El evangelio nos muestra a las multitudes que buscan a Jesús, pero sólo por el pan. Él propone una adhesión más seria a su persona, no solamente para comer. Cuando piden señales y recuerdan el maná dado a sus padres en el desierto, Jesús devela su verdadera identidad al presentarse como el pan de vida. El pan nutre, el pan une, el pan sostiene. Nosotros tenemos hambre, nuestro mundo tiene hambre, pero nos saciamos de migajas que nos ofrece el mundo. Pero esto no nos sacia, siempre seguimos con deseos de más. Este día reflexionemos cómo es nuestro seguimiento de Jesús. ¿Nos alimentamos de Él? ¿Nos asemejamos a Él? Dicen que somos lo que comemos. Ojalá que hoy nuestro alimento sea el Cuerpo de Jesús, la Palabra de Jesús y la cercanía a cada uno de los hermanos donde Jesús se hace presente. Los opositores, tanto de Esteban como de Jesús, se refugian en estructuras y privilegios que parecerían protegerlos y darles seguridad, pero ser pan lleva la riqueza de ser unión pero el riesgo de ser tragado, destruido e incluso pisoteado. ¿Cómo ser pan en la familia, en el trabajo, en la sociedad? ¿Cómo alimentarse ahora en nuestros tiempos de Jesús? Guardemos sus palabras en nuestro corazón: “Yo soy el pan de vida. El que venga a mí, no tendrá hambre, y el que crea en mí, no tendrá nunca sed”.
Santa María Guadalupe García Zavala
Es una tristeza la forma en que se manipula la necesidad de las personas para los propios fines sin tener en cuenta su dignidad. Para todos debe ser escandaloso que por una torta y un refresco, por unas dádivas se sigan acarreando grandes masas. En el comercio, en la política, en la sociedad, se compran conciencias, se manejan voluntades y se utiliza a las personas para los propios fines. No es propio de nuestro tiempo, siempre se ha manipulado a las personas que tienen necesidad de un trozo de pan. El mismo Jesús lo comprobó. Cuando hizo la multiplicación de los panes, tuvo tanto éxito que las personas lo seguían por todos lados, pero no convencidos de su doctrina ni con un compromiso a favor de la construcción del Reino. Sólo porque les había dado de comer, y aunque Jesús siempre está atento a las necesidades básicas de la persona, no está de acuerdo ni que se les manipule por el hambre, ni que tampoco las personas se tornen atenidas y desentendidas. Jesús no acepta que lo hagan rey porque sus seguidores no han entendido su reinado. Su reclamo: “Ustedes me buscan porque han comido panes hasta saciarse”, tiene todo el dolor de una misión no entendida y hasta manipulada. ¿Qué pensará Jesús de todas las manipulaciones que se hacen con la ideología? Muchas veces se juega también con el hambre de la gente y se justifican situaciones injustas con dádivas que sólo adormecen la conciencia pero que no hacen cambiar las situaciones. Jesús es el primero que hace milagros y levanta a los desposeídos de su postración, pero no está de acuerdo en que esa sea la razón por la que lo siguen, sino que exige sea por haber creído en Él. No solamente los partidos políticos, sino muchas empresas y muchas asociaciones, juegan con esta necesidad de la persona. No se quiere que la gente reflexione y se le da pan y circo para que se mantengan entretenidos y sin buscar la construcción de una sociedad más justa. Cristo hoy nos dice que hay cosas más importantes. Esto se tiene que entender desde la familia: no basta “arrimar con qué comer”, es necesario el diálogo, la cercanía y el amor. Con igual o mayor razón en nuestra sociedad, lo primero es dar de comer, pero no solicitando a cambio favores y votos que brotan de las urgentes necesidades en que se encuentran nuestros pueblos. Jesús es el verdadero pan de vida, pero de una vida libre, plena y con dignidad.
El camino de Emaús es semejante al camino de toda la humanidad y puede representar muy claramente el camino de todo hombre y de toda mujer. Miremos nuestra vida hacia atrás y no será difícil reconocernos en esos dos peregrinos que abatidos y con dolor toman la decisión más difícil: reconocer su fracaso y abandonar todo. Era tan grande su ilusión, se habían forjado tantos sueños, todo parecía tan bonito… y ahora todo terminaba en nada: “Nosotros esperábamos que él sería el libertador de Israel”. Sí, esperaban, pero ahora se han quedado sin ilusiones. Y hasta parece la historia de nuestro pueblo y de nuestras comunidades, y hasta parece la historia personal de cada uno de nosotros. Todos hemos sentido en determinados momentos la decepción de un ideal o de unas propuestas que creíamos que eran solución y única verdad. Pero después cuando aparece la adversidad y el fracaso, cuando tenemos que cambiar nuestros criterios, cuando aparece la cruz y las llagas del Crucificado, nos desilusionamos y corremos el riesgo de abandonar todo: el ideal, el esfuerzo y la propia comunidad. ¿Por cuáles caminos he hecho caminar mis fracasos y mis tristezas? ¿Qué proyectos he abandonado porque, siendo buenos, no resultaron de la forma que yo lo esperaba? ¿He abandonado mi lucha por la verdad porque he encontrado mentiras?
Cuando he sufrido el fracaso, cuando todo parece perdido, cuando aun los amigos más cercanos me han abandonado y la vida no tiene sentido, cuando he tomado el camino de la retirada y la deserción, aparece Jesús. Él es el verdadero amigo de camino. En silencio, sin hacer ruido, desciende hasta mis frustraciones y mis miserias. Cuando me siento muy perdido y totalmente fracasado, hasta allá va Jesús y empareja su paso con mi paso vacilante. No cuestiona, no acusa, simplemente acompaña. Su encarnación es un acercarse al hombre que sufre y ha fracasado. Su encarnación, actual y de cada día, es su presencia serena que se avecina junto al que ha abandonado, decepcionado, toda su esperanza. Quizás en estos momentos de tanta incertidumbre, podemos sentir el paso de Jesús que se acerca a cada uno de nosotros y nos acompaña. Después de caminar, conversa, escucha, atiende. No condena. Al final, ofrece el camino de retorno, el camino de esperanza: la escucha de la Palabra, el acercarse a una mesa y el compartir el mismo pan. Palabra, cercanía y compartir vida y pan, restauran las heridas y reaniman la fe. Es el mismo proceso que hace con cada uno de nosotros.
Para enfrentar a un mundo de oscuridad y de desesperanza, tenemos a Jesús que hace el camino con nosotros. Tenemos su Palabra que viene a iluminar las más oscuras realidades. Tenemos su compañía bajo el mismo techo y los mismos riesgos. Finalmente se convierte en pan que anima, fortalece y restaura la comunidad. El camino de Jesús conduce a una “casa-comunidad” que no deja al forastero expuesto a los peligros de la noche. Allí está la mesa servida para hombres y mujeres que ya no son esclavos sino hijos, hermanos, hermanas y testigos de la vida. Los ojos ciegos de los discípulos se abrieron y pudieron reconocerlo al partir y compartir el pan. El pan partido y compartido hace comunidad. Él mismo se hace pan y eso, que puede parecer bonito y hasta poético, no es nada fácil, sino muy comprometedor y riesgoso: significa no vivir para sí, sino para los demás, deshacerse para fortalecer, fraccionarse para unir, morir para dar vida. Y ahí, en el pan, es donde lo reconocen los discípulos y ahí recuerdan sus palabras que les hacían arder el corazón, y ahí entienden que no puede haber verdadera muerte donde hay tanto amor. Y entonces se llenan de audacia, y ya no les importa que se haga de noche: ellos deben regresar para restablecer la comunidad.
Con los discípulos de Emaús hoy también nosotros dejemos arder nuestro corazón en el amor de Jesús resucitado, llenémonos de esperanza y sigamos los mismos pasos del peregrino de Emaús. No podemos quedarnos insensibles y fríos. Hoy también encontraremos en el camino hombres y mujeres que un día iniciaron con ilusión y que han perdido toda esperanza: los migrantes que soñaron con unos centavos que vinieran a liberarlos de las deudas, del hambre y de la necesidad; los jóvenes que se ahogan en la desesperanza porque no encuentran ni trabajo ni posibilidades de estudio, que ven limitada su vida a ir sobreviviendo y pierden toda ilusión y son fáciles víctimas de la droga, del narcotráfico, de la desidia e indiferencia. Los matrimonios que en medio de fiestas y promesas esperaban encontrar una felicidad fácil y que retornan solos… hay tantos que vagan solitarios por el camino. Y, en estos momentos, las familias encerradas e inseguras sobre los tiempos futuros. Hay muchos “discípulos” que son de los nuestros, que quisieron vivir nuestra fe y que después se han quedado sin ilusión, sin alegría, sin Dios. Y es nuestro compromiso llevar la noticia de la vida y anunciar la resurrección. No podemos predicar un evangelio mocho que termina en la muerte y el fracaso; no podemos anunciar un evangelio fácil que solamente tiene aleluyas y milagros. Proclamamos un evangelio que da vida pasando por el dolor y el sufrimiento de la entrega a los pobres. Nuestro anuncio y nuestra proclamación deben ir acompañados de gestos que comprometan nuestra vida, necesitamos ser pan que se parte, que nutre, que fortalece, que llena de esperanza. Al emparejar el paso con el que sufre y en una mesa compartida nace la fraternidad. ¿Cuál es el testimonio que estamos dando de Cristo Resucitado?
Señor Jesús, que te haces compañero de camino, que alientas los corazones tristes, que te haces pan partido, que das ilusión y esperanza, llena nuestro corazón con la alegría de tu Resurrección y concédenos encontrarte en el camino de cada hombre y de cada mujer, y compartir con ellos nuestro pan y nuestra esperanza.
Amén.
San Marcos, Evangelista
Hoy recordamos a un gran santo que nos ha legado palabras y hechos de Jesús que nos dan vida. San Marcos, desde ya hace algunos años, es considerado por los estudiosos, como el primer evangelio que fue escrito y quienes se acercan a este evangelio se encuentran con un texto sencillo pero muy profundo. Es como tocar a Jesús en la sencillez de cada día, en lo rudimentario de un lenguaje, en la admiración de un discípulo. Sabemos que Marcos no “se inventó” el texto del evangelio, sino que ya circulaban entre las comunidades relatos de la vida y obra de Jesús, en especial de su Pasión. Quien se acerca a su texto, descubre a un Jesús muy humano, con el dolor y con la esperanza de todos los hombres, pero desde el inicio mismo de su evangelio nos habla de Jesucristo, Hijo de Dios y al ponernos en contemplación de Cristo en la cruz, nos hace exclamar con el centurión: “Verdaderamente Éste era el Hijo de Dios”. Confesión de fe para comunidades que necesitan vivir de fe, certeza de que Jesús es Dios, conciencia de que camina junto al pueblo que sufre, son algunos de los rasgos que Marcos ofrece a la comunidad para sostenerse en la vida diaria. Y son los rasgos que hoy nos ofrece a quienes en el dolor y la angustia debemos sostenernos en la fe. El pasaje con que termina su evangelio y que es el que escuchamos en este día, coloca a los discípulos en contemplación de Cristo vivo, resucitado, que es elevado al cielo. Desde esta escena y experiencia, son enviados a llevar Buena Nueva a todos los pueblos, a todo el mundo, a todas las creaturas. Este tiempo pascual nos coloca a nosotros también en la experiencia y contemplación de Cristo vivo, pero no para quedarnos contemplando absortos a Jesús, sino para llevarlo a los lugares precisos donde nos encontramos. Las palabras de Jesús y su promesa de cuidado, protección y acompañamiento en cada momento, son también para nosotros. Hoy el mundo se desmorona en la desesperanza y la desilusión y necesita la Buena Nueva, no la nuestra, sino la de Jesús. Que San Marcos nos conceda traducir en hechos la Buena Nueva de Jesús para el mundo, que él nos anuncia en su evangelio. Acerquémonos a esa Buena Nueva y anunciemos Buena Nueva.
San Fidel de Sigmaringa.
Contemplar a Cristo resucitado debería tener en nosotros los mismos efectos que en los primeros discípulos y llevarnos a compromisos serios como actúa Jesús. Es cierto que las persecuciones de ahora nada tienen que ver con las de los primeros tiempos, pero también es cierto que quien vive el Evangelio también se tiene que enfrentar la oposición y las dificultades que llevan a muchos a desertar y a disminuir su opción por el Evangelio. El libro de los Hechos nos muestra a los apóstoles firmes, anunciando a Cristo Vivo, felices de haber sufrido azotes por su causa y renovando su actitud de llenar todos los espacios del Resucitado. ¿Unos azotes? ¿Las burlas y las amenazas? No les importaban: “Todos los días enseñaban sin cesar y anunciaban el Evangelio de Cristo Jesús, tanto en el templo como en las casas”. Hombres decididos y sin miedos o componendas. Me temo que nosotros muchas veces hemos hecho del Evangelio un tema dulzón, sin compromiso, con componendas y arreglos a nuestros gustos y a nuestras conveniencias. Esta Pascua, este tiempo pascual, es tiempo oportuno para renovar nuestro ardor y nuestros deseos de vivir el Evangelio a plenitud, sin importar las dificultades o las burlas, pues sabemos que lo que nos ha dejado Jesús no es de origen humano que pueda terminarse por si mismo, sino obra de Dios que debe brotar de nuestro corazón. Los discípulos nunca lo vivieron de una manera disimilada, oculta o espiritualista. Estaban convencidos de que seguir a Jesús implica toda la vida y actuar como el Maestro actuó. Si hoy lo contemplamos luchando contra el hambre de sus oyentes, organizando y promoviendo la participación aun de los que llevaban poca cosa, asumiendo como propias las necesidades de los demás, debe ser para nosotros el ejemplo a seguir en nuestra vida diaria. No podemos desentendernos de las necesidades de los otros, sino que nuestro seguimiento de Jesús Resucitado, implica el compromiso serio de llevar una vida en relación justa con los demás, en la lucha contra la desigualdad y contra el hambre. Seguir a Jesús implica un compromiso serio en nuestra vida toda.
San Jorge, mártir.
San Adalberto, obispo y mártir.
“De lo que guarda el corazón habla la boca”, es un refrán que con frecuencia escuchamos y que tiene mucha razón. ¿De que habla Jesús? Siempre está hablando de su Padre. Toda su actividad , su palabra, su testimonio, son en relación con la voluntad de su Padre. Quien no conoce al Padre, no puede entender la forma de vivir de Jesús. Es contraria a los intereses del mundo. Hoy decimos que el mundo necesita espiritualidad, pero después lo queremos saciar con migajas de espiritualidad, con descansos sicológicos, con terapias, pero sigue el corazón vacío. Nos hemos enfrascado tanto en las cosas materiales que ya miramos muy poco al cielo. La primera lectura de este día podría ser un ejemplo típico de estas dos formas de vivir. Los discípulos deciden vivir conforme a la voluntad de Dios, pero para las autoridades judías parece sorprendente la actitud de quienes prefieren arrostrar los peligros y las dificultades y que se atreven a decir que primero hay que obedecer a Dios antes que a los hombres. Nosotros hemos reducido la espiritualidad a un ámbito intimista que no tendría mucho que ver con la realidad. Los apóstoles entienden que toda la realidad esta impregnada de Dios, que Dios tiene primacía. Y no es que la realidad del hombre este peleada con Dios. Todo lo contrario: entre más fiel es el hombre a Dios, más se realiza como persona. La dicotomía y oposición que presenta Juan el Bautista ante los que discuten, no es una falsa interpretación de un hombre dividido donde la parte corporal no cuenta o a duras penas se sobrelleva. Sino es la vocación del hombre que es consciente que, al buscar a Dios, al acercarse a Dios, encuentra la plena realización. Así presenta el Bautista a Jesús y así se convierte en su testigo. Hoy nosotros también debemos ser testigos de la Resurrección del Señor buscando la vida eterna, no en oposición a la vida diaria, sino dando el sentido a cada momento de nuestra existencia como camino de encuentro y de retorno al Padre. ¿Cómo vivimos cada instante de nuestro día?
Hay quienes se alejan de la religión y de Dios porque quieren una mayor libertad. Quizás mucha culpa hemos tenido nosotros al presentar a Dios y al mismo Jesús como si nos ataran y encasillaran en estructuras y mandamientos inflexibles. Pero hoy Jesús nos presenta un rostro de Dios completamente diferente. Es un Dios de amor, que nos ama hasta el extremo de entregarnos a su Hijo con la finalidad de que tengamos vida y una vida plena. Esta página del evangelio la deberíamos meditar una y otra vez hasta que calara muy hondo en nuestro corazón: “Dios me ama hasta el extremo”. No viene Jesús para condenar, sino para dar vida y salvación. Dios no entrega a su Hijo al mundo para hacer justicia, sino para dar amor. Que equivocados estamos cuando ofrecemos nuestros dones para “satisfacer” a un Dios que “está eternamente enojado”. Si pudiéramos experimentar este gran amor que Dios nos tiene, cambiaríamos muchas de nuestras actitudes y formas de relacionarnos con Él. Cuando miramos la vida como si fuera un logro nuestro, cuando nos atribuimos los logros y los triunfos, cuando pareciera que estamos compitiendo con Dios… estamos muy equivocados, porque Dios está de nuestro lado y camina junto a nosotros. Para eso ha enviado a su Hijo y creyendo en Él alcanzaremos vida eterna. Hay muchas formas en que vamos limitando la vida y coartando la libertad porque nos hemos vuelto egoístas y ansiosos y queremos todos los bienes sólo para nosotros, y no somos capaces de comprender nuestros límites de tiempo y de historia. Jesús viene a caminar en nuestra historia y a abrir el horizonte. Cuando creemos en Él, cuando amamos como Él, cuando nos dejamos llenar de su presencia, podemos vivir de manera plena. Muchas veces he pensado que el hombre camina en la oscuridad por su propio gusto cuando podríamos caminar en la luz de Jesús. Pero a veces tenemos miedo a la transparencia, a la luz y a la verdad. Este día podemos colocarnos frente a Jesús y decirle que gracias porque se ha hecho rostro del amor del Padre, porque se ha hecho caricia para cada uno de nosotros y porque, lejos de condenarnos, viene a ofrecernos salvación
San Anselmo
Si contemplamos la escena que nos presenta la narración de los Hechos de los Apóstoles, podremos comprender mejor las expresiones que dejan atónito no sólo a Nicodemo, sino también a todos nosotros. No podrían imaginar los israelitas que el cumplimiento de la ley alcanzara su plenitud en la vida presentada como ideal en los Hechos: “La multitud de los creyentes tenían un solo corazón y una sola alma”. El amor a Dios hecho fraternidad, resume en la práctica todos los mandamientos. El dar testimonio de la Resurrección no con palabras, sino con los signos que todos podían contemplar, era el mejor anuncio del Reino de Dios. Y detrás de todo esto, como motor y fuente, el Espíritu. Podrían parecernos muy abstractas las palabras que hoy nos ofrece el evangelio, pero si tomamos en cuenta que “el viento” (pneuma en griego o rúah en hebreo), es uno de los signos de la presencia del Espíritu, estaremos en camino de comprenderlo mejor. El que nace del Espíritu es una persona libre, sin ataduras, que rompe los esquemas, que abre caminos. La contraposición entre cielo y tierra es muy clara. Hay personas inteligentísimas que tienen sus objetivos puestos en las cosas del mundo. Jesús propone otros valores y propone otra forma de vivir. Sólo mediante el viento, el Espíritu, que no proviene de la tierra sino del cielo, podremos construir un mundo nuevo. Cuando nos mueven intereses económicos, materiales, mezquinos, podremos tener una gran unión, pero no tendremos un solo corazón. Cuando nos mueve el Espíritu logrará que tengamos un solo corazón y una sola alma. Es necesario revisar cómo hemos abierto el corazón al Espíritu y si estamos dispuestos a dejarnos mover por su fuerza o si nosotros lo queremos manipular. Hoy, busco un momento de silencio, siento la brisa del viento, y me dejo invadir por la presencia del Espíritu. ¿Estoy viviendo de acuerdo a lo que quiere Jesús? ¿Mis valores son mezquinos, egoístas? Ven, Espíritu Santo, lléname de tu fuerza y tu sabiduría.
Iniciamos esta segunda semana de Pascua y empieza a moverse en nuestro ambiente la presencia del Espíritu, como un viento, como un fuego, como una novedad. Los hechos de los Apóstoles poco a poco nos van introduciendo en una nueva forma de concebir la vida. Los discípulos de Jesús, no sin dificultades, se van transformando y descubriendo los caminos por los que los lleva el Espíritu. La valentía con que afrontan la prisión, el relato de todo lo que sucedió y su liberación, fortalece a la pequeña comunidad que se va constituyendo. Y nuevamente, brotando de la oración y de la comunidad, se hace presente el Espíritu que los inunda, que los lanza a predicar y que los sostiene en sus luchas. Quizás hoy nos falte esta frescura para vivir el Evangelio, para sostenernos en la oración, para vivir en la comunidad y permitirle al Espíritu que nos conduzca por sus caminos, no por nuestros intereses y miserables proyectos. Es lo mismo que le dice Jesús a Nicodemo: quien cree en Él tiene que tener un nuevo nacimiento. Nosotros expresamos muchas veces que alguien “tiene una nueva vida”. Y no se refiere a cambios exteriores sino a un profundo cambio de ser, de pensar, de comprometerse. Cristo pide que haya ese nacimiento del agua y del Espíritu. Quienes nacieron del agua fueron los israelitas que pasaron el mar Rojo y dejaron atrás la esclavitud y el sometimiento. El verdadero discípulo, al nacer del agua, participa de la Resurrección de Jesús y puede iniciar una nueva vida, con nuevos valores, con nuevas formas de actuar, con nuevos bríos. Nacer del Espíritu es cambiar lo profundo del corazón y permitir que el Espíritu sea quien nos rija con sus mociones. Nicodemo, salido de la oscuridad, se acerca a Jesús para descubrir este nuevo mundo del Espíritu. Padre Bueno, concédenos, que, dejadas nuestras ataduras y mezquindades, actuemos conforme a tu Espíritu de amor, de compresión, de verdad y de paz.
Tomás encajaría perfectamente en nuestro mundo: su desparpajo para negar lo que todos están viviendo, sus dudas y su exigencia de pruebas, son características propias de un mundo moderno donde no creemos más que aquello que experimentamos, que tocamos y que probamos personalmente. Este segundo domingo de Pascua parece a propósito para convencernos de la resurrección de Jesús tanto por las señales ofrecidas por Él mismo a sus apóstoles, como por las pruebas vivas que presenta la primitiva comunidad en los Hechos de los Apóstoles. Jesús presenta los argumentos irrefutables de un cuerpo desgarrado, amoroso, entregado a los hermanos, y la comunidad ofrece las consecuencias claras de ese amor: una palabra que se hace vida constantemente, el amor expresado en el partir y compartir lo que se tiene, una oración que al mismo tiempo eleva y compromete, y una Eucaristía que es expresión de la más grande unión con el Resucitado y con los hermanos. Signos de vida frente a los que no hay más opción que expresar como Santo Tomás: “¡Señor mío, Dios mío!”. El evangelio de este día nos presenta un drástico cambio a partir de la Resurrección de Jesús. Se inicia presentándonos una comunidad entrando a las penumbras de un anochecer, con las puertas cerradas a piedra y lodo y el miedo aflorando en sus rostros y un temor angustioso a las autoridades judías. Poco a poco se va dando paso a la esperanza y disipando las tinieblas, hasta terminar con la presentación de los discípulos arrebatados por el soplo del Espíritu para constituirse testigos de Jesús e invitando a “que ustedes crean que Jesús es el Mesías, y para que creyendo, tengan vida en su nombre”
Nuestra fe parece demasiado convencional y vacía, como si solamente siguiéramos tradiciones y costumbres, formalismos externos que fácilmente se desprenden cuando se enfrentan a un cuestionamiento serio. Cristianos de nombre, de papel y aburridos. Para los primeros cristianos el encuentro con el Resucitado fue un vendaval que sacudió su interior y una experiencia que trastocó toda su vida y sus creencias. De los tonos oscuros que amenazaban con terminar con aquella comunidad adormecida y asustada, se pasa a la explosión radiante de luces y esperanzas fincadas en la victoria de quien ha dado la vida por nosotros y que al final ha vencido a la muerte. El encuentro con Jesús vivo y resucitado transforma a sus discípulos en personas nuevas, reanimadas, llenas de alegría y de paz. Al liberarlos del miedo y la cobardía, les abre nuevos horizontes y los impulsa a proclamar la Buena Nueva y a dar testimonio, a todo el que lo quiera escuchar, del Cristo vivo y resucitado. El soplo de Jesús sobre ellos y sus palabras: “Reciban al Espíritu Santo”, producen un doble movimiento que es fuerza en su corazón y que es impulso que los arrebata para manifestarse hacia los hermanos. Como si creara una corriente interior que los une hasta sentirse con un solo corazón y con una sola alma y que no les permite permanecer encerrados en sí mismos. Los empuja a manifestar y transmitir esta nueva vida a los hermanos. Tan poderosa es la experiencia de la resurrección que quien la vive se compromete a una vida más humana, más plena y más feliz.
Las señales ofrecidas por Jesús a Tomás nos hacen comprender que los clavos en los pies y en las manos y la herida del costado, son signo del amor y del sufrimiento en su entrega por los otros y al mismo tiempo, huellas de su presencia en medio de nosotros. No se puede experimentar a Jesús resucitado si no es a través de las llagas que ha dejado en su cuerpo la marginación, el dolor y el sufrimiento de los pequeños y excluidos, de los denigrados e ignorados, de los desposeídos y sobreexplotados. ¿Cómo se mira el mundo a través del hueco de las heridas de Jesús? Intentemos mirarlo y descubriremos, sorprendentemente, que es imposible ocultar o disfrazar la miseria y el dolor de la humanidad pues aparecen nítidamente, pero percibidos con amor, con esperanza y con una entrega plena. No se puede mirar a través del hueco de sus llagas con egoísmo e indiferencia, pero tampoco con rencores y venganzas. Mirar a través de las llagas de Jesús es mirar la certeza de que este mundo tiene el sentido que le da el inconmensurable amor de Jesús; es mirar con la esperanza de que su resurrección sigue obrando en medio de nosotros; y es vivir con el dinamismo de la nueva vida que su sangre derramada, sigue haciendo brotar. Este es el centro de la experiencia pascual: el encuentro con Alguien vivo, capaz de liberarnos del fatalismo y la negación, y de abrirnos un camino nuevo hacia la paz, la paz verdadera. Mirar a través de las llagas de Jesús es sumergirnos en su Pascua: muerte y resurrección.
Las primeras comunidades han intuido todo lo que significa la resurrección de su Señor y por eso son capaces de iniciar un tiempo nuevo, con el domingo como día del Señor, con la escucha y reflexión de la palabra, con una mesa puesta a disposición de todos, donde el que necesita puede tomar, donde al que le sobra puede aportar, para hacer la mesa común. No se manifestará la resurrección de Jesús en medio de nosotros si no pasa por el compartir. La Eucaristía, el Cordero hecho pan para dar vida, se hace evidente cuando “nadie pasa necesidad”, cuando nadie es excluido y cuando la Palabra se comparte. Contemplemos hoy las llagas de Jesús que gritan resurrección, contemplemos también las señales de las primeras comunidades que tenían un solo corazón y una sola alma, y que se reunían diariamente en el templo y en las casas, compartían el pan y comían juntos con alegría y sencillez de corazón. ¿Qué señales estamos dando nosotros de resurrección? ¿Hacía a dónde nos lleva nuestra experiencia de Jesús vivo? ¿Dónde descubrimos y mostramos las llagas gloriosas? ¿Cómo es nuestra vida en comunidad y qué tan dispuestos estamos a compartir?
Señor mío y Dios mío, que pueda descubrirte en las llagas y heridas de mis hermanos para que, amándolos y compartiendo con ellos, pueda encontrar la verdadera paz que tú me ofreces.
Amén
Documentos de apoyo para Pascua 2020.