Monseñor Enrique Díaz Díaz
Obispo de la Diócesis de Irapuato
El ingenio de los jóvenes no tiene medida. Para el día de la Confirmación se les pidió que expresaran lo que es para ellos el Espíritu Santo y se dejó a su imaginación y a su inventiva buscaran la forma de presentarlo. Una variedad impresionante de imágenes: el agua fertilizando un desierto; el fuego que consume y es fuerza; el viento que penetra y da vida; la brisa, el rocío, la energía; la palabra y la lengua que comunica y une; el soplo que infunde vida; la paloma símbolo de paz y de armonía; y muchos otros signos más. Algún niño, admirado ante tantos símbolos e imágenes expresó: “¿Y todo eso es el Espíritu Santo?” Una de las jóvenes muy ufana contestó: “Todo eso y mucho más”. Y reflexiono sobre la grandeza y la fuerza del Espíritu que, sin embargo, en la Confirmación se da a través de pequeños signos: una oración, la imposición de manos y la unción con el Santo Crisma.
Quizás para muchos de los cristianos ha quedado una pobre imagen de lo que es el Espíritu Santo y se reduce a las respuestas lacónicas del catecismo donde afirmamos: “Sí, el Espíritu Santo es Dios”, y a una imagen poética y bella donde aparece como una paloma en medio del Padre y del Hijo. Pero es que todas las imágenes con las que representamos al Espíritu Santo se quedan limitadas y pobres para expresar el dinamismo y la fuerza que significa su presencia. Baste recordar la escena que hoy nos narra el libro de los Hechos de los Apóstoles para comprender que el Espíritu es mucho más. La pequeña comunidad se encontraba en silencio, temerosa, con las puertas atrancadas, con el ánimo cortado y con las esperanzas muy disminuidas, y entonces irrumpe el Espíritu “como un gran ruido que venía del cielo, como cuando sopla un viento fuerte, que resonó por toda la casa”. La fiesta de Pentecostés se presenta como una explosión de acontecimientos y nos sentimos como sacudidos por un fuerte vendaval. El Espíritu irrumpe con la fuerza de un viento huracanado que todo lo penetra, que todo lo invade. No queda resquicio que escape a su fuerza. Es presentado también como un fuego que todo lo devora, que quema, que transforma, que aniquila pero que también da una vida exuberante. Así transforma a aquellos discípulos temerosos, indecisos y cobardes en valientes y entusiastas misioneros. Desafiando autoridades, superando dificultades y divisiones, se convierten en ardientes apóstoles, pregoneros de la Resurrección de Jesús, ante la admiración de propios y extraños.
Nuestro grito hoy debería ser un fuerte: “¡Ven, Espíritu Santo, fuerza y energía!”, porque los cristianos se encuentran cansados y sin aliento y no están dispuestos a recorrer el camino de Jesús. Necesitan tu vigor y dinamismo para abrirse a los nuevos horizontes donde la muerte y la violencia han asentado sus leyes. Los discípulos han perdido la esperanza y necesitan nuevas ilusiones para superar todos sus miedos. El llanto se escucha en nuestros hogares, hay jóvenes perdidos y sin ilusión. Ven, despierta nuestra esperanza, alienta nuestros pobres intentos. Queremos ser una Iglesia viva y atenta a los gemidos inenarrables con los que te expresas en todos los hombres y en todas las mujeres. Ven, que queremos descubrir tu fuerza creadora y renovadora en los balbuceantes intentos de nueva vida de los débiles y pequeños.
“¡Ven, Espíritu Santo, bálsamo y consuelo!” porque los hombres viven en tristeza y en dolor, han perdido la alegría. Que tu fuego encienda nuestro entusiasmo y que lejos de apagarse el deseo de vivir, se renueve y brote con energía. Que queme las ingentes montañas de ambición que aplastan y ahogan nuestras ilusiones. Que transforme el pesimismo y la angustia, en búsqueda de soluciones y en aporte sincero de nuestra participación. Ven, Espíritu Santo, ilumina los senderos oscuros y muéstranos las luces necesarias para descubrir los nuevos caminos que lleven a la luz plena.
“¡Ven, Espíritu Santo, lenguaje y palabra!”, porque las fronteras, las discriminaciones y las diferencias han dividido a los pueblos. Los hombres ya no se llaman hermanos y se miran como rivales y enemigos. Reúnenos en un solo pueblo donde se superen las divisiones y donde la Palabra y el Amor de Dios Padre nos unan. Que sea posible entendernos a pesar de nuestras discrepancias. Que sea posible amarnos a pesar de nuestras diferencias, caprichos y egoísmos. Que sea posible respetarnos descubriendo, más allá de los rostros y los vestidos, a personas con derechos, con oportunidades, con dignidad. Que sea posible encontrar reconciliación, paz y armonía.
“¡Ven, Espíritu Santo, Padre de los pobres!” porque los desheredados se sienten huérfanos y perdidos, porque por un mendrugo de pan quieren comprar sus conciencias, porque tienen que vender cuerpo y alma para poder subsistir, porque se sienten engañados y olvidados. Renueva sus ilusiones y alienta sus deseos, muéstrales que es posible construir el Reino que inspiraste a Jesús y que hoy tenemos que hacer realidad. Ven, despierta sus anhelos de fraternidad y comunión, que sean capaces de transformar los pobres dones egoístas, en fuente de plenitud, participación e integración de toda la humanidad.
Es cierto, en este Pentecostés nuestra oración se convierte en un fuerte grito suplicando la venida del Espíritu Santo pues no podemos seguir viviendo cómodos y estancados. Necesitamos este Espíritu que nos lanza y dinamiza y que al mismo tiempo nos otorga una armonía y serenidad interior. El himno de la secuencia afirma que el Espíritu es “fuente de todo consuelo… pausa en el trabajo, brisa en un clima de fuego; consuelo en medio del llanto”. Que realmente abramos nuestro corazón a la presencia y acción del Espíritu en nuestro corazón, en nuestra familia y en nuestra Iglesia. También para nosotros son las palabras de Jesús: “Reciban al Espíritu Santo”.
Espíritu Santo, lava nuestras inmundicias, fecunda nuestros desiertos y cura nuestras heridas. Doblega nuestra soberbia, calienta nuestra frialdad y endereza nuestras sendas. Ven, Espíritu Santo.
Amén
Estamos en el último día de la Pascua.
El libro de los Hechos de los Apóstoles se cierra después de narrarnos los caminos de la Palabra y lo hace presentándonos a Pablo “predicando el Reino de Dios y explicando la vida de Jesucristo con absoluta libertad y sin estorbo alguno”. También se cierra en este día el evangelio de San Juan con un pasaje escrito posteriormente a su muerte, pero también asegurando que “este discípulo es el que atestigua estas cosas… y su testimonio es verdadero”.
¿Se cierran pues la historia de Jesús y la historia de la Iglesia?
Todo lo contrario, se abre a nuevos e insospechados horizontes con una presencia dinámica de Jesús y con la conducción del Espíritu. Estos finales nos muestran cómo el Evangelio no está encadenado y que su fuerza y su noticia tienen que llegar a todas las gentes.
Hoy nos disponemos en oración y en vigilia para recibir el Espíritu Santo que con sus dones venga a fortalecernos. Ya desde estos momentos se hace viva la espera y urgente el grito: “Ven, Espíritu Santo, llena los corazones de tus fieles…”
Necesitamos de su fuerza para cumplir la misión, para fortalecer los corazones, para iluminar los caminos.
El “discípulo amado” ahora somos nosotros como comunidad. Los nuevos Pablos que recorren caminos y abren brecha en otros lugares, tendremos que ser también nosotros, pero sólo lo podremos hacer si estamos llenos del Espíritu Santo, si nos dejamos conducir por su fuerza, si somos dóciles a sus inspiraciones.
Hoy, como lo hacía la primera comunidad, nos unimos en oración, junto con María, junto con toda la comunidad, y disponemos nuestro corazón, gritando con profunda confianza: “Ven, Espíritu Santo, derrama tus siete dones. Ven, a renovar la faz de la tierra”.
El seguimiento de Jesús es un camino de amor y por eso la pregunta a Pedro va dirigida precisamente al amor. Insistente repite Jesús la pregunta fundamental para quien será el líder de los apóstoles, pero también insistente la repite para cada uno de nosotros que nos decimos sus seguidores.
Dejemos por un momento a Pedro y pongámonos frente a Jesús, mirándolo a los ojos, escuchando con el corazón, coloquemos nuestro nombre, nuestra identificación para que quede claro que nadie puede sustituirnos en este momento y oigamos: “Fulano, hijo de papá y mamá, que tienes una historia, que te conozco desde las entrañas de tu madre, que he visto cada uno de tus pasos, tus caídas, tus esfuerzos, que en cada instante te he amado… ¿me amas más que estos?” ¿Qué le respondemos a Jesús?
Con toda lealtad ¿podremos responder lo que responde Pedro: “Sí, Señor, tú sabes que te quiero”?
Seguramente vendrán a nuestra mente nuestras traiciones y mezquindades, nuestros egoísmos y nuestras caídas… Pero respondamos con todo el corazón “Señor, tú sabes que te quiero. Sabes mis límites, sabes mi pequeñez, pero sabes que te quiero”.
Jesús nos mira nuevamente con el mismo amor, sin condicionamientos y nos vuelve a preguntar, quiere estar seguro de nuestro amor, o mejor, quiere que estemos seguros de su amor incondicional: “¿Me amas?”
Respondamos una y otra vez, que sí, que lo amamos, que lo queremos, que respaldaremos nuestro amor con nuestras acciones… pero no olvidemos la condición que pone: “Apacienta mis corderos”. ¿Quiénes son sus corderos? Cada uno de nuestros hermanos.
Tendremos que llevar paz y armonía a cada uno de ellos. No admite Jesús un amor sólo para Él, tenemos que darlo también a nuestros hermanos y esa será la medida. Y así por tercera vez llega su pregunta, más profunda, más comprometedora, más clara… porque quiere Jesús que estemos bien seguros que su amor nunca nos fallará: “¿Me amas?”
Ojalá que nosotros también digamos que mire nuestro corazón que está lleno de amor hacia Él y hacia nuestros hermanos, que estamos luchando por ser fieles, que nos sumergimos en su amor y podemos dar también amor… ¿Cuánto me amas?
Le preguntaba a un joven que había huido de su casa y se había refugiado en una pandilla, donde se drogaban, robaban, peleaban con otras pandillas y hacían toda clase de delitos, por qué lo hacían y por qué él se había unido a esa pandilla. La respuesta llegó de un modo claro: “En mi familia yo encontraba puros pleitos y dificultades, nadie me escuchaba, todos gritaban e insultaban… en la pandilla, al menos por un tiempo, todos nos ayudábamos.
Cuando íbamos a pelear contra otra pandilla nos protegíamos y nos cuidábamos. Nos escuchábamos y nos ayudábamos… bueno, eso fue por un tiempo porque después también allí llegó la envidia y los pleitos…”
Un anhelo muy profundo de toda persona es el encontrarse en relación con los demás, el diálogo, la escucha, el apoyo mutuo.
Jesús hace la oración al Padre pidiendo para todos los suyos, esa profunda experiencia de amistad que nos lleve a una plena unidad.
Nadie nos creerá que somos discípulos si no somos capaces de vivir en unidad. A tal grado lo dice Jesús que pone como signo de que el Padre lo ha enviado, la unidad de quienes son sus discípulos.
Es triste que se encuentra mayor unidad, aunque sea momentánea y condicionada, en los grupos delictivos, en la pandilla o grupos de intereses turbios, que en la familia, la escuela, el trabajo, la iglesia, que tienen como base y sustento la unidad.
El ideal de vida para la comunidad de creyentes de todos los tiempos es la unidad: unidad con Cristo y unidad entre los hermanos y las hermanas. La comunidad dividida va al fracaso. Es lo que ha sucedido con los grandes imperios, pero también que sucede con las familias y las pequeñas células de la sociedad: donde penetra la división, surge el fracaso.
Tendremos que pedir mucho la unidad y la paz como un regalo del Padre, Cristo mismo lo implora para nosotros, pero al mismo tiempo que es un regalo, también es una conquista que exige de todos y cada uno de nosotros participación, entrega y compromiso.
La unidad no brota, se construye.
Hay actitudes y comportamientos que la minan y destruyen: los intereses personales que se imponen a los otros, la búsqueda despiadada del poder, los silencios y las pocas oportunidades de diálogo.
Cristo es sabedor de todas estas dificultades y precariedades que conlleva la condición humana, y sin embargo lleno de esperanza sigue suplicando para sus discípulos de todos los tiempos esa anhelada unidad y paz. ¿No seremos capaces de construirla?
Hoy Cristo nos urge para que pongamos manos a la obra en la búsqueda de la unidad. ¿No lo escucharemos?
San Agustín de Canterbury
¿Qué queda en nuestro corazón después de escuchar estas palabras de Jesús? Contemplamos a Jesús lleno de ternura implorando cuidado y protección para los suyos, como el pastor que quisiera tener siempre protegido y cuidado a su rebaño, como el papá o la mamá, que al tenerse que irse, quisieran dejar seguros a sus hijos.
Jesús suplica lo mejor para sus discípulos y comprende que no será fácil enfrentar los peligros que los acechan.
¿Qué sobresale en sus peticiones?
Indudablemente que aparece con mucha claridad la petición insistente de que sean uno, y no únicamente como unidad superficial, sino con una unidad profunda semejante a la del Padre con el Hijo. Es una unidad donde ambos son personas distintas, son diferentes, pero son un solo Dios.
No pretende Jesús para sus discípulos una uniformidad donde todos parezcan muñecos de una misma fábrica, donde se pierda la individualidad y la personalidad de cada uno, sino esa unidad que es respeto a la diferencia, que es unión en los esfuerzos, que es compartir de lo específico y propio de los individuos.
Nos encontramos ahora en un ambiente de feroces luchas y divisiones, donde todos buscan imponer su fuerza y su ley, donde las personas pasan a segundo término y sufren las consecuencias, en especial los más débiles. No es esto lo que espera y suplica Jesús.
Tendremos que revisar nuestras formas de actuar que nos han llevado a tan desastrosas situaciones y modificar nuestros criterios y nuestras maneras de educar. Cristo nos invita a la unidad, pero una unidad basada y sostenida por la verdad.
No puede haber unidad cuando se miente y se engaña, no puede haber unidad cuando se distorsiona la realidad y se ocultan los propósitos. La verdad es la base de la unidad.
Revisemos si nosotros decimos la verdad, si fomentamos la unidad en la familia, en nuestros grupos, en la comunidad y en nuestra patria.
San Felipe neri
Hay momentos que se prestan para hablar de intimidad. Hay momentos en que el corazón habla libremente, hace confesiones y revela intimidades.
Hoy nos encontramos tanto a Jesús como a Pablo en situaciones parecidas: despedidas muy emotivas que se prestan para dar consejos, para dejar hablar el corazón.
San Juan nos presenta una escena donde Jesús se encuentra en ese ambiente de despedida y de nostalgia y hace una oración a su Padre Dios, una oración de agradecimiento, una oración de reconocimiento, una oración también de súplica… todo en un ambiente de mucha intimidad… Manifiesta las razones profundas de todo su actuar y anuncia el momento culminante que ya se acerca. ¿Qué es lo que más resalta Jesús en estos momentos? Primeramente, habla de la glorificación del Padre.
Toda la actividad de Jesús tiene por objeto la glorificación del Padre y la vida de quienes le han sido confiados. Al acercarse el final quiere llevar a plenitud esta misión y manifiesta esa estrecha unión que hay entre Él y su Padre.
De esa misma unión participan también todos sus discípulos. La glorificación del Padre será también la principal tarea de cada uno de nosotros porque la glorificación del Padre será también nuestra felicidad.
Gloria del Padre y Gloria del Hijo serán también nuestra tarea.
“He manifestado tu nombre”. El nombre en la experiencia bíblica representa e indica toda la persona. Jesús nos ha manifestado y dado a conocer el nombre de Dios, nos ha dado a conocer al mismo Padre. Y nos invita a participar de su misma vida.
Muy tierna y profunda la oración con que termina este pequeño pasaje: “Te pido por ellos que Tú me diste y son tuyos”. Y los pone en las manos del mismo Padre.
Hoy acerquémonos nosotros a Jesús, dejemos que sus palabras de confidencia penetren en nuestro corazón y despertemos el deseo de participar en esa misma vida divina a la que nos ha llamado.
San Beda el Venerable
San Gregorio VII
Santa María Magdalena de Pazzi
Cuando encontramos las grandes manifestaciones de fe y se hacen expresiones multitudinarias, no falta alguien que nos cuestione seriamente y nos diga la misma pregunta que hoy hace Jesús a sus discípulos: “¿De veras creen?”.
Jesús lo dice porque ellos afirman que ahora sí entienden claramente todo lo que les está diciendo y no les habla en parábolas. Jesús hace la pregunta retórica para sus discípulos y también para nosotros.
Busca afirmarnos en nuestra fe y alertarnos para los momentos difíciles.
Confesar que Jesús es Hijo de Dios en las procesiones y en los momentos de fiesta y de júbilo, es fácil. Pero profesar una fe firme que se enfrente a los problemas y las dificultades en los momentos de cada día, en las oposiciones y la tentación que nos pone el mundo, ya es otra cosa.
Las palabras que profesan los discípulos son muy ciertas y tienen gran valor pues lo están confesando como “el que viene de Dios”, es decir, que es el Verbo Encarnado de Dios. Pero Jesús sabe que no basta confesar con la boca, sino que hay que profesar con el corazón.
Quizás sea la gran falla de nosotros los mexicanos: nos decimos católicos, bautizados; confesamos nuestra fe en el único Dios… pero después no somos capaces de ser coherentes con lo que esta fe implica.
Cuando escucho con dolor todas las situaciones de violencia y de injusticia que hay en nuestra patria, me pregunto si los hombres y mujeres que cometen estos actos de barbarie son bautizados y si un día hicieron acto público de fe.
Tendremos que reconocer que ciertamente son bautizados en una u otra denominación, pero el Evangelio y sus valores no parecen penetrar en su corazón.
Pero no solamente ellos, cada uno de nosotros nos enfrentamos a la realidad de un divorcio entre lo que decimos profesar y la realidad de cada día. El reclamo de Jesús a sus discípulos es que lo dejarán solo en la hora importante, y también a nosotros nos puede hacer el mismo reclamo porque en los momentos de crisis, en la hora importante, también lo abandonamos y buscamos refugio y seguridad en nuestras propias fuerzas, en el dinero, o en el poder.
Éste es un día propicio para acercarnos a Jesús y pedirle que purifique y fortalezca nuestra fe, que sea coherente la palabra que ofrecemos y los hechos que realizamos.
Cuando estamos divididos internamente perdemos la paz. Que hoy podamos levantar nuestro rostro delante de Jesús y le supliquemos: “Señor, aumenta nuestra fe y concédenos ser coherentes entre lo que creemos y lo que obramos”
La Ascensión del Señor
“¿Ahora sí vas a restablecer la soberanía?”
¡Qué contrastes! Cristo ha resucitado y se ha manifestado a sus apóstoles, los ha llenado de paz y de nuevas esperanzas, pero ahora que está a punto de partir aflora esa secreta ambición que todavía les corroe el corazón: “Señor, ¿ahora sí vas a restablecer la soberanía de Israel?” Los Apóstoles no habían entendido de qué se trataba realmente. Por eso preguntan por la restauración de Israel, soñando todavía con un triunfo temporal y político. Jesús capta sus dificultades para comprenderlo por eso les cambia sus aspiraciones y primeramente los exhorta a que aguarden al Espíritu Santo. Tiempo de espera y de oración. Cuando llegue el Espíritu Santo, cuando descienda sobre sus personas, cuando los invada en su interior, entonces comprenderán que su Reino no es de este mundo, que es algo mucho más grande y trascendente, un Reino de paz y amor, un Reino sin fronteras de espacio ni de tiempo, que al final acabará destruyendo a la misma muerte y alcanzará un triunfo formidable y sin término. Pero un Reino que se construye desde los pequeños espacios y desde los reducidos tiempos que vamos viviendo.
Y hasta los últimos rincones
Y una vez con el Espíritu en su interior los envía -¡qué diferente a lo que ellos esperaban!- como sus testigos llenos de fortaleza, “a Jerusalén” (sí, la ciudad en la que lo persiguieron, lo atacaron y lo asesinaron colgándolo de la cruz); “a Samaria” (la región que una vez le cerró sus puertas); y “hasta los últimos rincones de la tierra”. Nosotros comprendemos muy bien lo que significan los rincones: lo que casi nadie ve, donde se arroja la basura, lo que se esconde y olvida, lo que queda oculto, los rincones… Y así, a ellos temerosos y cobardes, les confía una misión que se antoja descomunal pero que les llena el corazón de ilusión y de esperanza: “ser testigos de Jesús”, pero no ya desde el poder sino desde el servicio. Hoy hay muchos rincones donde no hay esperanza, hay rincones de violencia e inseguridad, hay rincones de discriminación y de hambre, hay rincones que no quisiéramos ni siquiera visitar, sin embargo hoy también Jesús nos llena de su Espíritu y nos convierte en sus testigos, precisamente en los últimos rincones. El discípulo de Jesús asume así una responsabilidad ante la sociedad y ante la historia frente a todas estas situaciones de frontera y marginales. No puede quedarse como espectador pasivo o indiferente, carente de propuestas a desarrollar, como si el nuevo mundo debiese ser construido por otros o se esperase a personajes ilustres que lo vengan a iluminar. No esperemos el reclamo por nuestra falta de propuestas y compromisos. No nos quedemos contemplando al Cristo que sube a las alturas. A los discípulos los apremiaban los ángeles al mirarlos absortos: “Galileos, ¿qué hacen allí parados mirando al cielo?” ¿Qué nos dirían hoy a nosotros?
“Yo estaré con ustedes”
El libro de Los Hechos de los Apóstoles al narrarnos la Ascensión del Señor, no se limita a contar un acontecimiento, sino que insiste en destacar los ejes centrales que fortalecerán la fe del discípulo, el Teófilo (“amigo de Dios”), de todos los tiempos. Nos muestra a Jesús glorificado, meta y fin de todo cristiano, y nos asegura su retorno definitivo. Tal como leemos en los escritos de los primeros siglos, fue precisamente esta confianza y esta seguridad de que el Señor volvería pronto lo que realmente mantuvo siempre vivo en los discípulos el entusiasmo y la fortaleza necesarias para seguir predicando en medio de tantas dificultades y persecuciones. Pero creo que si es cierto que esta esperanza de la segunda venida del Señor nos animará y fortalecerá, no debe ser una alienación ni una quimera, y para fortalecer nuestra esperanza está la insistencia que nos ofrece San Mateo sobre la certeza de que el Señor está con nosotros todos los días hasta el fin del mundo. Como Él se ha acercado a esos “últimos lugares” y los ha convertido en lugar de privilegio y de servicio; como Él los ha llenado de luz y de sentido; como Él los ha rescatado y dignificado, ahora en cada uno de sus discípulos, sus testigos, se hace presente para dar nuevas esperanzas. Y cada cristiano es testigo de Jesús. Por algo San Pablo les recuerda a los Efesios que cada discípulo ha sido llamado a la esperanza y que ha recibido la herencia rica y gloriosa que Dios da a los suyos.
Ascensión: meta y camino
Este domingo de la Ascensión no podemos quedarnos mirando al cielo ni más allá de las nubes, Cristo nos ordena que vayamos a los últimos rincones y que llevemos esperanza y alegría, que demos su Buena Nueva. Hoy debemos mirar al cielo como meta, pero poner muy firmes los pies en la tierra como nuestra realidad. No en vano se nos presenta la Ascensión en una cumbre pues hay que tener muy alta nuestra mira y aspirar a los bienes mejores. Pero el camino se hace paso a paso y se necesita poner mucha atención a cada rincón y a cada piedra para poder avanzar. ¡Ah! No olvidemos, Cristo promete: “y sepan que yo estaré con ustedes todos los días, hasta el fin del mundo”. El significado de la nube, desde el antiguo testamento, es doble: por un lado significa la trascendencia, pero por otro significa la presencia de Dios que camina con su pueblo.
¿Cómo estamos viviendo nosotros nuestro camino? ¿Somos los hombres y mujeres que llevamos la esperanza a los últimos rincones? ¿Nos comprometemos en la lucha por la justicia y la igualdad, al mismo tiempo que miramos más allá de lo terreno?
Señor Jesús, en este día de tu Ascensión, te pedimos que no permitas que nos esclavicemos mirando nuestras realidades pero tampoco que nos olvidemos de luchar por la justicia y la verdad ignorando tu Reino. Concédenos que con una sana esperanza construyamos tu Reino aquí en la tierra, mirando siempre hacia el cielo donde Tú nos esperas.
Amén.
Hablar en el nombre de Jesús, actuar en el nombre de Jesús, amar en el nombre de Jesús.
Según la mentalidad semítica el nombre tiene una fuerza especial, contiene el poder de la persona que representa. Cuando actuamos en el nombre de Jesús, no es para suplantar su autoridad o su persona, sino para manifestar nuestra unión con Él, con sus obras y con su misión.
Los discípulos llevan el nombre de cristianos porque son ungidos en el nombre de Cristo para ejercer su misma misión. La razón por la cual podemos hablar y pedir en nombre de Jesús es porque lo hemos amado y porque nos hemos experimentado amados por Él.
¿Cómo no hablarle al Padre en nombre de Jesús? ¿Cómo no hacer de nuestra oración una continua comunicación, unidos a Jesús, a su pasión, a su resurrección, a su misma vida?
Es cierto que el Padre que nos ama, conoce nuestras necesidades, pero también es cierto que la oración, la petición es un diálogo que hace crecer el amor.
Lo mismo sucede en las familias, en los amigos y entre los grupos. Muchas veces es necesario dialogar sobre lo que necesitamos, aunque los demás ya conozcan nuestra necesidad.
El papá platica con su hijo cuando éste le presenta sus problemas y no puede quedarse el hijo en un estado pasivo, solamente recibiendo los dones de su padre.
Se requiere comunicación, diálogo, participación. Jesús nos invita que, a semejanza de estas relaciones humanas, familiares y de amistad, también platiquemos, hagamos oración ante nuestro Padre Dios: “Yo les aseguro: cuanto pidan al Padre en mi nombre, se lo concederá”.
Es nuestra certeza, no para manipular a Dios con nuestros gritos y exigencias, sino para habiendo presentado nuestras necesidades, estar dispuestos a vivir conforme a su palabra.
Cuando se ama se hace necesaria la comunicación con palabras, con gestos o con actitudes. Nuestra oración no se reduce a una continua letanía de necesidades, sino que busca manifestar nuestros problemas y nuestros anhelos, y dejarlos confiados ante la presencia de Dios, en las manos de Dios.
Hoy vivamos este día en continua oración, sabiendo, como nos dice Jesús, que: “El Padre mismo los ama, porque ustedes me han amado y han creído que salí del Padre”.
Santa Rita de Casia
¿Eres feliz?
Es una pregunta que no fácilmente respondemos. Casi siempre podemos decir si estamos contentos por algún acontecimiento o por la situación que estamos pasando, pero la felicidad va más allá de esos momentos.
La felicidad de vivir es quizás la aspiración más honda y determinante de todo ser humano.
Las mercadotecnias, los anuncios, el capital y el consumo, se aprovechan de esta aspiración tan fuerte del ser humano, ofreciendo soluciones inmediatas y fáciles que prometen alcanzar la felicidad con el bienestar material.
La promesa que hoy hace Jesús a sus discípulos va más allá: promete que van a ser tan plenamente felices que “nadie les podrá quitar su alegría”.
Una dicha tan completa que no necesitará justificante, ni explicación, porque encuentra su fuente en el corazón. No habla Jesús de que no habrá problemas, ni dificultades, ni dolor, todo lo contrario, hace saber a sus discípulos que el logro de esta felicidad exige pasar dolores semejantes a los del parto de una madre.
Para alcanzar la plena alegría se tienen que superar los obstáculos y los dolores propios de este camino. En la Biblia, la alegría es siempre una señal del mundo nuevo, del mundo prometido, pero nos dice que nace de la tribulación.
El sufrimiento es casi como una ley de la vida desde el nacimiento, pero ¿el sufrimiento y los obstáculos son capaces de quitarnos la felicidad? ¿Cómo puede estar en el inicio de la construcción del Reino el dolor y el sufrimiento?
Sería falso pensar que Dios se sirve del sufrimiento como de una etapa para instaurar su Reino, pero sería igualmente falso afirmar que sólo con creer evitaremos el sufrimiento y el dolor. Es más, vivir el Reino produce siempre esas luchas y oposición que desencadenan las estructuras del mal. Pero eso no debe quitarnos la paz interior y la verdadera felicidad.
Contemplemos a Jesús, nadie ha encontrado más oposición y dolores que Él, sin embargo, es un hombre plenamente feliz porque vive en plena armonía interior. Señor, enséñanos a ser felices, concédenos la armonía interior.
Santos Cristóbal Magallanes y Compañeros mártires.
Con su peculiar estilo de comunicarnos el mensaje, San Juan nos pone en el ambiente de una despedida.
En medio de repeticiones y palabras confusas, nos muestra el ánimo que va prevaleciendo en el corazón de los discípulos. ¿Confusiones creadas con algún propósito?
Después de haber prometido la presencia del Espíritu y de hablar de la gran misión que cumplirá en medio de sus discípulos, Jesús busca ponerlos en guardia y darles un poco de consolación: es cierto que se alejará un poco, ¿hablará del tiempo de la pasión?
Pero después volverá, no solamente en las ocasionales apariciones como Resucitado, sino con una presencia viva en el corazón de los creyentes. Cuando contemplamos a los discípulos que han recibido al Espíritu Santo y le han permitido que su dinamismo los lleve por los caminos de la misión, no encontramos a discípulos nostálgicos o apagados, sino sintiendo en su corazón una presencia muy rica y positiva del Resucitado.
Es cierto que ya no lo están viendo, pero “experimentan” esa presencia y superan no sólo la tristeza y el dolor de la ausencia, sino también todos los problemas y estorbos que van dificultando el camino de la Palabra. Así, han pasado de percibir a Jesús sólo por los sentidos y lo han experimentado en su corazón.
Nuestra relación con Jesús y nuestra experiencia de fe abarca nuestro ser completo. Podemos mirar y sentir a Jesús a través de sus palabras, de sus imágenes, de sus milagros; pero también experimentamos su presencia en medio de nosotros de otra forma, en nuestro interior, como regalo del Espíritu Santo.
La alegría, el gozo y la felicidad que muestran los Apóstoles a pesar de que Jesús ha marchado, sólo se explica con una presencia diferente de Jesús en medio de ellos.
Que también hoy nosotros experimentemos esa misma alegría y ese dinamismo de Jesús.
Hay muchas formas en que hoy se hace presente en medio de nosotros, solamente tenemos que estar atentos y responder con generosidad a esa presencia.
Que hoy te dejes invadir de la presencia de Jesús y la puedas transmitir con alegría.
San Bernardino de Siena
¿El hombre de nuestros tiempos es menos religioso que antiguamente?
Encontramos con frecuencia afirmaciones que nos aseguran que el hombre actual se ha alejado de “supersticiones” y que consideran la fe como un atraso y ataduras que no permiten avanzar… pero si escuchamos con atención sus objeciones y sus dudas comprenderemos que lo que ellos consideran “religión” o “dios”, dista mucho de ser el verdadero Dios que ha proclamado y manifestado Jesús, y que los valores que proclaman como la verdad, la fraternidad, la justicia, son propiamente los valores del Reino.
Quizás tendríamos que decirle a quien con sincero corazón busca verdad y justicia, que precisamente Jesús tiene como principales enseñanzas esa misma verdad y esa misma justicia.
Quizás hoy tendríamos que afirmar, como San Pablo, que Jesús ha manifestado el rostro de Dios muy cercano al hombre, que lejos de alienarlo o despojarlo, lo llena de plenitud y de sentido.
En un mundo que se dice ateo y materialista, el hombre suspira y busca esa verdad que le fortalezca, y que alimente su espíritu. No puede llenarse de materialismo y egoísmo, su misma naturaleza le lleva a descubrir “algo”, “Alguien”, superior que le dé sentido a su existencia.
Muchos lo buscan en meditaciones, en ejercicios psicológicos, en terapias, pero mientras no descubran a Dios como Alguien cercano, que se deja encontrar, seguirán con esa ansia y sed de Dios.
Jesús se hace rostro de ese Dios creador del que habla San Pablo, Jesús se hace diálogo y palabra, para que nosotros podamos conversar y comunicarnos con Dios. Jesús es el camino de encuentro entre la humanidad y Dios.
El pasaje de este día nos muestra a Jesús en su despedida de los discípulos, no como abandono, sino como una señal del destino del hombre. Ofrece la presencia del Espíritu para iluminar nuestras mentes y para que podamos descubrir en medio de nosotros la presencia de Nuestro Padre.
No ahoguemos esas ansias de Dios que tiene nuestro corazón, no dejemos oscurecer vidas por ambiciones materiales que ocultan la luz de nuestro Dios. Hoy aceptemos la propuesta de Jesús y por medio de su Espíritu descubramos a Dios en nuestras vidas.
¿Cómo vives hoy la presencia de Dios?
Las despedidas siempre nos producen tristeza, dolor, aunque sepamos que quien parte va en busca de un bien mayor o nos puede acarrear algún bien.
Al despedirse Jesús de sus discípulos, obviamente se llenan de tristeza y no entienden que pueda abandonarlos. Las palabras de consuelo de Jesús le llevan a asegurar la presencia del Paráclito, el defensor, a quien muestra como quien viene a sostener a los discípulos, a esclarecer lo que han aprendido y fortalecerlos en el seguimiento.
Jesús no abandona a sus discípulos, ni tampoco nos abandona a nosotros. Al contrario, nos da una presencia y una luz que nos ayudarán a caminar con mayor seguridad.
El Espíritu Santo es esa luz.
Claro que algunos tenemos miedo porque ante la claridad que aporta una luz aparecen las deficiencias y los pecados.
Por eso también Jesús nos dice que cuando el Espíritu venga con su luz nos hará reconocer la culpa, y lo precisa en tres aspectos muy concretos:
La venida del Espíritu Santo nos ayudará con su luz a distinguir claramente estas culturas que se oponen: la vida de Dios no puede ser vencida por la cultura de la muerte. Pero también el Espíritu nos hará ver claramente cuál es nuestra postura ante la vida y nos descubrirá cómo es nuestro actuar. Dejémonos iluminar por este Espíritu.
San Juan I
Al estarnos acercándonos ya a la fiesta de Pentecostés, la liturgia nos ofrece textos y testimonios que nos ayudan a comprender, valorar y anhelar la venida del Espíritu en medio de nosotros.
La primera lectura nos presenta a Pablo trabajando arduamente, predicando la palabra, navegando; sí, hace mucho trabajo, pero quien abre el corazón de Lidia para que acepte la palabra es el Espíritu.
El evangelio nos muestra la promesa de Jesús de enviarnos al Espíritu Consolador. Les anuncia a sus discípulos que sufrirán y los expulsarán de las sinagogas, que los amenazarán de muerte, pero que tienen que ser fuertes y encontrar esta fortaleza en el Espíritu Consolador.
Así con las palabras de Jesús entendemos como normal la serie de ataques y descalificaciones que sufre quien se entrega completamente al evangelio, pero lo que nos debe preocupar y cuestionar es si realmente estamos siendo fieles al Espíritu.
Nosotros, los cristianos no somos una organización social o meramente humana, que se rige por los estatutos y los estándares de aceptación. La piedra de toque será la aceptación del Espíritu.
Tendremos que abrir los corazones y dejarnos invadir por el Espíritu. Con frecuencia queremos escudarnos en las seguridades de una estructura y quedamos anquilosados en tradiciones y costumbres que van perdiendo el verdadero sentido de seguidores de Jesús.
El Concilio Vaticano II fue una fuerte llamada y una irrupción del Espíritu que sacudió desde sus cimientos a la Iglesia, pero posteriormente nos vamos otra vez acomodando y estableciendo.
Necesitamos pedir con fe y confianza ese Espíritu que venga a renovarnos y llenarnos de su impulso para ser fieles a Jesús a pesar de las críticas y las acusaciones. Si sufrimos por el Evangelio, tendremos la consolación del Espíritu que nos traerá la verdadera paz.
Razones de esperanza
Me tomó de sorpresa.
Aunque el grupo de jóvenes no pretendía ser agresivo sí era muy cuestionante. Después de hacer una larga lista de los “pecados y atrocidades” de miembros de la Iglesia que los medios de comunicación se han encargado de amplificar, me preguntaron de repente: “¿Y no le da vergüenza pertenecer a esta Iglesia? Si es la que manipula las conciencias, si es la retrógrada y ha perjudicado a nuestro país… ¿tiene todavía el gusto de pertenecer y representar a esa Iglesia? Ya ve cuántos abusos y violaciones se van descubriendo y cómo cada día aparecen nuevos escándalos… ¿Será todavía la Iglesia de Jesús?” Fuertes palabras, cuestionamientos que parecen justos y que no admiten respuestas de palabra porque pueden parecer vacías, y ante las cuales no queda más que afirmar: “Aún creo que vale la pena seguir a Cristo, pues Cristo nunca me ha defraudado. Habrá errores y equivocaciones de nosotros sus seguidores, me duelen, pero Cristo no nos falla”
A quienes nos cuestionan y están dudosos, quisiéramos ofrecerles las palabras de San Pedro que nos invita: “Veneren en sus corazones a Cristo, el Señor, y estén dispuestos siempre a dar, al que las pidiere, las razones de la esperanza de ustedes”. ¿En qué basamos nuestra esperanza? No podemos decir que en la fortaleza de nuestras instituciones, no podemos poner nuestra seguridad en la santidad de cada uno de sus miembros, no podemos argumentar fuerza ni sabiduría, nuestra única esperanza será Jesús y de esta esperanza estaremos prontos a dar nuestras razones.
La Iglesia, por el contrario, siempre se presentará como un claroscuro, como una mezcla de imágenes positivas y negativas, como una comunidad de personas santas y pecadoras. Y las lecturas de este día parecen jugar con esta serie de contrastes y de rápidos cambios de escena y con continuos desplazamientos de un plano al otro.
Apenas nos estamos situando en la intimidad de la Última Cena, con su ambiente de confianza y calidez, cuando ya san Pedro nos lanza a considerar el estilo y el costo que implica seguir a Jesús. Por una parte previene Jesús que no los dejará desamparados y por la otra aparece Felipe con todo el entusiasmo lanzado a llevar buena nueva a Samaria que ni en sueños lo hubiéramos podido imaginar.
Aparecen muy diversas imágenes de Iglesia. Se vislumbra la Iglesia de la interioridad pero también la que se aventura y se arriesga a llevar el anuncio público; la del consuelo y la de la inseguridad; la de la fuerza y la del respeto; la que interpela y cuestiona pero también la que es sometida a la prueba; la que predica y la que viene puesta en duda, obligada a dar cuentas y llamada a la coherencia.
Diríamos que desde los inicios aparece la Iglesia portadora de Evangelio pero llevándolo en vasos frágiles. Jesús aun en los momentos más dulces del adiós, nos confirma que no se contentará con una vaga demostración de amor de parte de sus discípulos, sino que exige una prueba precisa y decisiva: “si me aman, cumplirán mis mandamientos”. Se deberá constatar puntualmente en las obras, el amor que estamos declarando.
El criterio es único: el cumplimiento de los mandamientos, de su mandamiento preciso: “amarse los unos a los otros”. Sólo quien ama puede decir que está siguiendo el camino de Jesús y a él se le puede considerar discípulo confiable. Si lo amamos le podremos pedir todo y no nos sentiremos huérfanos ni abandonados.
Pero atención, no es un mandamiento opcional a cumplirse o no, según las preferencias y los gustos de cada quien. Es fundamental y sólo así se demuestra que somos sus discípulos y sólo así estaremos dando razones de nuestra fe. La razón fundamental del cristiano, lo que lo mueve, el estilo propio de su conducta es el amor.
Podríamos aducir muchas otras motivaciones, muchas implicaciones, pero si en la base no está el amor, es mentira que seamos cristianos. Quizás hemos perdido mucho tiempo en busca de disciplina, doctrina u organización y hemos descuidado lo fundamental: el amor a Cristo y a los hermanos. Es su mandamiento fundamental.
No en vano, en la intimidad del Cenáculo, Cristo aparece preocupado por el futuro de sus discípulos y amigos. No quiere que se sientan abandonados, que sufran la soledad y se dejen llevar por el desaliento.
Por eso, hoy Cristo nos anuncia una nueva presencia divina en nosotros, muy dentro en nuestro corazón, en nuestra vida diaria. Nos confía tres diferentes modos para sostener su comunidad: una presencia suya nueva en medio de nosotros, la donación del Espíritu Santo y el darnos a conocer que “yo estoy en mi Padre, ustedes en mí y yo en ustedes”. Es decir, asegura la presencia íntima de la Trinidad en el corazón de los creyentes.
Con ello nos manifiesta el cambio de relación entre Dios y nosotros. La comunidad y cada miembro se convierten en morada de la divinidad. Nos hacemos templo y santuario de Dios. Dios ya no está fuera de nosotros, sino en nosotros mismos y de ahí brotan un cúmulo de consecuencias: la dignidad del hombre y la naturaleza, la exigencia del respeto al otro que también es santuario de Dios, la primacía del amor sobre los ritos y de la vida sobre la doctrina.
Dios está vivo en medio de nosotros, no es doctrina, ni ley, sino vida. A quien nos pida razones de esperanza deberemos mostrarle no doctrina ni leyes, sino vida interior.
¿Cuáles son las razones de nuestra esperanza y en qué fincamos nuestra vida? ¿No habremos perdido demasiado el tiempo en cosas secundarias y nos habremos olvidado de amar al estilo de nuestro maestro y pastor? ¿Cuál sería la señal distintiva de nosotros cristianos, de nuestras familias y de nuestras comunidades? ¿Es el amor?
Gracias, Padre Bueno, por la presencia de Jesús, nuestro pastor, camino y guía. Concédenos vivir plenamente su mandamiento de amarte y amarnos unos a otros para ser sus dignos discípulos.
Amén.
San Juan Nepomuceno
Al escuchar este pasaje del Evangelio me queda una preocupación sobre lo que realmente quiere Jesús para cada uno de nosotros. Nunca he creído que Jesús desprecie el cosmos que su Padre Dios ha hecho con tanta sabiduría y que mantiene con tanto amor.
La creación es la obra en la que Él mismo ha participado pues “en el principio estaba el Verbo y sin Él nada fue hecho de todo lo que hay”.
No es pues un desprecio a la naturaleza. Tampoco es, como algunos grupos puritanos en diferentes etapas de la historia lo han pregonado, un desprecio al cuerpo, como si el alma estuviera como encadenada o encarcelada en el cuerpo.
No tienen este sentido las palabras de Jesús que hoy nos recuerda San Juan. Son más bien dos dinámicas o estructuras que San Juan en su evangelio nos ayuda a resaltar.
La forma de actuar de Jesús, y por consiguiente de sus discípulos, tiene unos valores y unos principios que “el mundo” no entiende. Es como una novedad y muchas veces se ve como una amenaza y peligro para un sistema donde lo importante es el poder, el dinero y el placer.
Si pretendemos vivir según las convicciones de la fe, no nos debe sorprender que encontremos a nuestro alrededor indiferencia, hostilidad o ataques abiertos.
Todos hemos conocido personas que han sido despedidas de su trabajo porque no se han prestado a “negocios o manipulaciones”. Todos hemos sentido la presión para decir una “mentira piadosa” que nos reportará beneficios. Como si una de las características del seguimiento de Jesús fuera estar siempre en contra corriente y causar problemas y ataques.
Creo que lo que menos debería preocuparnos es esta situación de adversidad, pues sería un signo de que estamos viviendo el evangelio. Ojalá nunca nos acomodemos a los criterios del mundo. Porque el mundo atrapa, esclaviza con sueños de libertad y felicidad.
Señor Jesús, ayúdanos a vivir en coherencia con tus palabras, concédenos luz para discernir tus mandatos y fortaleza para sostenernos en tus caminos.
San Isidro Labrador
En nuestra región, antes tan católica, desde hace algún tiempo se ha perdido ese sentido cristiano que impulsaba a las familias a educar a sus hijos y a bautizarlos a los pocos días de su nacimiento. Ahora hay quienes crecen prácticamente sin religión y se dan conversiones de quien nunca había tenido religión, o de quienes habían nacido y crecido en el ambiente de alguna otra denominación, deciden convertirse al catolicismo.
Es una frescura y una gran riqueza encontrar el dinamismo de los recién convertidos, sus preguntas, sus deseos de conocer mucho más a Jesús y el amplio horizonte que se abre en sus vidas.
Con frecuencia se acercan a preguntar cuáles serían los requisitos y las principales obligaciones de un convertido, cuáles son los mandamientos que se deben cumplir. Y me gusta citar este pasaje de Jesús: “Éste es mi mandamiento: que se amen los unos a los otros como yo los he amado”. Quizás a todos nos cause desconcierto porque hemos entendido el amor como un sentimiento que brota espontáneamente del corazón y hasta decimos que en el corazón no se manda.
Es cierto, si se entiende el amor sólo como pasión, como sentir bonito, como atracción. Pero una de las enseñanzas de Jesús es que el amor se puede vivir como decisión mucho más allá de la atracción.
Nos lo enseña con su vida y con su actitud.
Pensemos simplemente en el amor que nos tiene a cada uno de nosotros. No hay razón alguna para que nos ame, no hemos hecho méritos para merecer su amor… incluso algunas veces hemos hecho todo lo contrario, y sin embargo, nos ama.
Y éste es el amor que nos pide. No ese amor de enamoramiento fácil y de mieles de placer, sino el amor de decisión, de entrega, de compromiso.
Es ese amor que supera las dificultades de la convivencia y que se basa en una decisión de buscar siempre el bien del otro. No puede degenerar en ese amor celoso y posesivo, de retribución, lo que no pide Jesús y nosotros podemos dar.
Es el fracaso de muchos amantes, padres, educadores: se da amor pero condicionado a que nos amen.
El amor de Jesús es incondicional y nos propone que amemos igual que Él. Ese amor puede incluso romper las barreras del odio, de las diferencias, de las conveniencias.
Hoy nos podemos sumergir en ese amor que Jesús nos tiene y que nos asegura que nos ofrece gratuitamente, como amigos a los que se comunica todo lo que hay en el corazón.
San Matías, Apóstol
“¿En qué se fijan primero los hombres para acercarse a una mujer?”, preguntó la conductora del programa a todo su auditorio.
Las respuestas fueron llegando con los más diversas opiniones. Quién opina que en los ojos, en el cuerpo, en el rostro, en las formas, etc. E igualmente se hizo la pregunta sobre qué llama más la atención a las mujeres para acercarse a un hombre.…
Me quedé yo pensando ¿En qué se fija Jesús para amarnos?
En el caso de Matías, el apóstol que hoy celebramos, podríamos aducir que se le han exigido ciertas condiciones para ocupar el puesto de apóstol: que sea testigo de la Resurrección, que haya acompañado desde el principio… pero todo se resuelve a suertes, como para indicar que la misión es un regalo. Y también tendremos que reconocer que ya para entonces Matías había sido llamado y escogido de muchas formas.
Hoy me detengo a pensar que Jesús nos ama por pura generosidad y nos lo dice claramente: “No son ustedes los que me han elegido, soy yo quien los ha elegido y los ha destinado para que vayan y den fruto”.
Jesús nos elige y nos ama, sin que haya ningún merecimiento de nuestra parte, y nos destina para que vayamos a dar fruto.
La misión del Apóstol es como una prolongación de la misión de Jesús y debe tener las mismas dificultades y los mismos resultados. Cuando parecía que la traición de Judas dejaría incompleto el número simbólico de los doce, es elegido un nuevo Apóstol.
Las dificultades y los problemas no son suficientes para detener el camino de la palabra. Los discípulos no se encierran recelosos en su círculo, se abren a nuevos ministerios y a nuevas personas.
Como nosotros también ahora deberíamos tener un espíritu abierto y participativo para asumir la misión de Jesús y hacer partícipes a todos los hermanos de esta misma tarea.
Ser amigo de Jesús es un privilegio, no nos torna en esclavos y no nos acorrala o limita, sino por el contrario: nos da a conocer todo lo que hay en su corazón, nos hace participar de su amor y nos concede su amistad.
Gracias Señor por escogerme como amigo, por aceptarme como soy y por continuar en tu amistad a pesar de mis limitaciones.
Nuestra Señora de Fátima
Señor, me impresionan tus palabras que me invitan a permanecer.
Mientras el mundo me invita a un cambio frenético, a una carrera loca, a nuevas y más fuertes emociones, tú me invitas a permanecer contigo, en tu amor, en tu fidelidad. Sí, ya entiendo que permanecer no es quedar indiferente ante las situaciones de injusticia o de dolor, sino todo lo contrario, comprometerse en serio y con decisión en la lucha por un mundo mejor.
Ya sé que permanecer no quiere decir inmovilidad, sino todo lo contrario: un dinamismo que surge de lo interior y que no se queda en agitaciones externas, sino que es una fuente que mana desde lo más profundo del yo, porque está animada por tu espíritu.
Permanecer es estar cerca de ti y conocer tus pensamientos, tus opciones, tus criterios.
Muchas veces hemos equivocado el sentido de tus palabras y nos hemos escudado en ellas para no asumir nuestras responsabilidades y quedarnos anquilosados en estructuras, en posturas e intransigencias. Nada más falso.
Así como la vid se extiende con nuevos retoños y cada día tiene nuevos brotes, quien permanece unido a ti cada día tendrá nuevas ilusiones, nuevos planes y nuevas opciones para llevar vida… pero siempre unido a tu savia que sostiene y hace crecer, que anima y nos lleva por nuevos caminos. Señor, quiero dar frutos.
Me atemoriza que mis frutos no sean los que tú esperas, que mis frutos solamente se queden en apariencias, en follaje, o, todavía peor, que se tornen en frutos amargos de hipocresía, de injusticia y de falsedad. Señor, concédeme este día permanecer unido a ti.
Hay muchas cosas que me quieren separar y alejar de ti, principalmente mi propio egoísmo y mis propias inclinaciones… pero también las falsas promesas de felicidad de un mundo que me seduce con sus luces y que me invita a alejarme de ti y a separarme de mis hermanos.
Señor, Jesús, concédeme permanecer unido a ti.
Santos Nereo y Aquileo
San Pancracio
Parecería que en estos días no hay mayor anhelo en nuestra patria que la seguridad y la paz. Sin embargo, parecería también que, para lograr la paz, seguimos el antiguo adagio latino: “Si quieres la paz, prepara la guerra”.
Buscamos la paz, pero sembramos semillas de violencia, de egoísmo, de agresividad. Queremos una paz donde no nos perturbe la violencia, donde nadie perjudique nuestro individualismo, donde nadie coarte nuestro libertinaje.
Jesús nos habla de otra paz, la que surge del amor fraterno, la que brota de la armonía entre las personas y la naturaleza, la que se siembra en la verdad y la justicia.
Duele y entristece esta cadena creciente de violencia que alcanza a todos, que se hace escandalosa cuando alcanza a personas importantes; que pasa casi desapercibida y por ello es más indignante, cuando la sufren los pequeños y los pobres. ¿Por qué se hace tan poco caso de los crueles asesinatos de personas y aún de niños?
Parecería que nos hemos acostumbrado a la violencia.
Si fueran los hijos de gente importante, se hubiera hecho un escándalo. Duele esa apariencia de paz que solapa poderes, injusticia, pobreza y marginación.
Jesús habla de una verdadera paz, nacida de la conciencia de que todos y todas somos hijos de Dios, que los bienes tienen una hipoteca social, que cada gota de agua es para bienestar de todos, que la luz ilumina el corazón de todos… que Dios nos ama a todos.
Nunca habrá paz, si no entendemos que todos somos hijos de Dios y que todos somos objeto de su amor. Con esta seguridad enfrentaremos las más graves dificultades y problemas.
Cuando percibo este mundo de violencia, me acerco a Jesús y le pido que me enseñe a vivir con paz en mi corazón en medio del conflicto, en medio de las inseguridades. Me conceda que nunca me haga insensible al dolor de los demás porque eso no es paz, sino indiferencia.
Señor Jesús, concédenos tu paz, concédenos esa paz tan fuerte que supera los egoísmos, que proporciona armonía interior, que busca justicia y verdad.
De repente, las palabras de Jesús me sonaron como las clásicas palabras de los padres que condicionan a sus hijos con el consabido: “si me quieres, harás tal y cual cosa…” O bien, “Si no haces esto, ya no te quiero…” Pero hay una diferencia substancial en la forma de expresarse de Jesús. Su amor y fidelidad son incondicionales.
Él nos ama sin ningún condicionamiento. La grandeza de su amor estriba en que nos ha amado aún cuando éramos pecadores. Y que nos seguirá amando si nos vamos lejos de Él. Entonces, ¿qué sentido tienen sus palabras? Nosotros somos libres de recibir o de cerrarnos a su amor.
Aunque Él nos ame, la gran tragedia será que nosotros nos neguemos a recibirlo.
La expresión de “cumplir sus mandamientos”, está muy lejos de la manipulación que nosotros hacemos con las personas que amamos, porque sus mandamientos nos permiten mantenernos en su amor.
Estamos equivocados cuando los entendemos como límites y prohibiciones, tienen el sentido de condiciones y señales que nos permiten permanecer en su amor.
Con cuánta alegría se guarda la palabra de la persona que se ama, cómo se le busca y se lucha por encontrarla. Es el mismo sentido de estos mandamientos: nos llevan al encuentro con Jesús y nos colocan en el ámbito del amor del Padre. Si asumimos el estilo de vida de Jesús, si guardamos sus palabras, si somos capaces de descubrir su presencia en los hermanos… tendrá, entonces, sentido nuestro amor a Jesús.
Una de las maneras más ricas de hacer oración, es vivir en esta constante presencia de Jesús en nuestra vida y estarnos preguntando a cada momento: ¿Qué pensará Jesús de este acontecimiento? ¿Cómo amará Jesús a esta persona con la que ahora me encuentro? Será una gran riqueza vivir en la atmosfera del amor de Jesús y todas las circunstancias de nuestra vida adquirirán una nueva dimensión. ¿Cómo puede alguien odiar si siente la presencia de Jesús en su corazón? ¿Cómo vivir en tristeza si nos sabemos amados por Jesús y unidos con Él a nuestro Padre Dios? Todo se transforma por el amor y se concretiza en las acciones pequeñas de nuestra vida rutinaria vivida en el amor.
Guardemos hoy las palabras de Jesús: “Si alguno me ama, cumplirá mi palabra, mi Padre lo amará, vendremos a él y haremos en él nuestra morada”. Dejémonos amar y habitar por Dios y manifestémoslo en la actitud de nuestra vida.
Un rayo de luz
Hay quienes quisieran que siempre hubiera un camino claro, fácil y directo y cuando aparecen las dificultades y llega la oscuridad, nos cuesta mucho trabajo descubrir el rostro de Dios en nuestras vidas y en las personas. En las crisis de la Iglesia muchos de sus creyentes no tienen la luz suficiente para descubrir detrás de los rostros desfigurados de los hombres, el rostro amoroso, fiel y cercano de Dios. Con frecuencia una crisis se transforma en desbandada y huida de muchos de los discípulos como aconteció desde los primeros días. Las lecturas de este domingo nos centran en una Iglesia muy humana, con sus problemas, con sus deficiencias y con sus limitaciones, pero que está buscando construirse y sostenerse en Cristo. El libro de los Hechos venía presentando a las primeras comunidades de una forma idealizada: con un solo corazón, con una sola alma, compartiendo y viviendo en un idilio que al contrastarlo con nuestras propias comunidades nos producía un cierto desencanto. Las primeras comunidades también sufren estas mismas limitaciones y hoy en la primera lectura se nos muestra un pequeño ejemplo de lo que sucede en ella: hay divisiones a causa de preferencias, de atenciones mejores a unos que a otros y, en el fondo, la división de dos grupos: los helenistas y los judaizantes, que no acaban de aceptarse. Pero en la oscuridad siempre aparece un rayo de luz.
Los diáconos
En la oscuridad brilla más la luz. Al mostrarse estas divisiones, también nos muestran la forma en que resuelven el problema. La solución no es ni callarse, ni aguantarse, no aporta solución quien solamente critica o se separa del grupo. La solución es aportar luz a esas dificultades y resolverlas teniendo muy en cuenta a cada una de las personas. Las crisis y dificultades también son oportunidades para nuevas expectativas. Así, de la fuerte división y los cuestionamientos, nacen “los diáconos” como una expresión de servicio y de unidad. Buscando priorizar las necesidades, a ellos se les encomienda el servicio de las mesas, pero no se les excluye, como lo comprobamos en las narraciones posteriores, de la predicación de la Palabra. De una grave dificultad, brotó una gran riqueza. Actualmente el diaconado siendo una expresión de la Iglesia servidora sobre todo en situaciones de frontera y dificultad. Es una gran riqueza en muchas de nuestras diócesis pues aportan ese servicio desinteresado, más cercano a las familias y llegan a ambientes y situaciones que otros agentes no han podido acercarse. Los diáconos permanentes no son propiamente una solución a la escasez de sacerdotes, sino una expresión de la Iglesia que a ejemplo de Jesús quiere ser servidora.
Piedras vivas
Cuando contemplamos las deficiencias humanas tendemos a desalentarnos, a alejarnos y a quedarnos en la distancia, San Pedro nos propone todo lo contrario: “Ustedes son piedras vivas, que van entrando en la edificación del templo espiritual, para formar un sacerdocio santo... por medio de Jesucristo”. Y vaya que si Pedro sabía a quiénes se dirigía: personas humanas, con defectos, ambiciones y limitaciones. Él mismo, con gran dolor, había comprobado lo frágil que es la persona humana. Sin embargo nos urge a acercarnos a Cristo, unirnos a Él, estrecharnos para formar una construcción. No se trata de “aislarse” en la intimidad con Jesús, sino de entrar a formar parte de la construcción teniendo a Cristo como piedra angular. Si miramos con la luz del amor de Jesús, nos podremos descubrir como piedras vivas, que se pueden ir amoldando para entrar en esa construcción. Todas las personas son útiles para esta construcción. Algunos necesitaremos pulirnos y quitar aristas, otros tendrán que acomodarse con delicadeza para no destruirse, pero todos juntos podremos hacer esta nueva construcción que es la Iglesia. La condición será siempre tener como piedra fundamental y base de nuestra vida a Cristo y al igual que Él tener una gran disposición de servicio para buscar el lugar donde podamos servir mejor, no precisamente donde aparezcamos más o donde nosotros hubiésemos escogido. Cuando nos reconocemos como miembros tan limitados y pecadores es hermoso escuchar las palabras de Pedro que nos mira con la luz de Jesús: “Ustedes son pueblo sacerdotal, estirpe elegida, nación consagrada…”, pero muy humanos, con cualidades y defectos y ésta es la belleza de la Iglesia y ésta es su misión.
No pierdan la paz
En medio de la oscuridad y las dificultades Jesús nos previene: “No pierdan la paz”. El verdadero discípulo encontrará armonía interior aun en medio de las dificultades. Y cuando Felipe le pide que le muestre al Padre, lo invita y nos invita a que lo descubramos precisamente en las acciones que Él hace. Jesús encuentra la forma de hacerse cercano a los pequeños, de alentar a los decaídos, de comer con los publicanos, de perdonar a los pecadores, de dar de comer a los hambrientos… y un largo etcétera que nos llevaría precisamente a encontrar luz en los lugares que parecen más oscuros. Donde parece que hay más muerte, Jesús logra descubrir el rostro de la vida; y donde parece que todo está perdido, nos lleva a encontrar la gran manifestación del amor de Dios. Indudablemente que las palabras del evangelio hoy tienen una gran fuerza porque en medio de la oscuridad parecemos perdidos. Hoy también a nosotros nos dice que Él es el camino, la verdad y la vida y que si lo vemos a Él también descubriremos el rostro del Padre.
¿En medio de tantos escándalos y de las presentes dificultades somos capaces de descubrir el rostro de Dios? ¿Estamos dispuestos a integrarnos en un solo templo y a aceptar la cercanía e incorporación de los hermanos? ¿Cómo reaccionamos nosotros ante los problemas y las divisiones? ¿Somos capaces de servir como Jesús?
Padre, que en el rostro de Jesús nos has dejado tu verdadero rostro, haz que construyendo sobre la Piedra Angular, seamos artífices de unidad, de amor y de vida.
Amén.
Jesús es el rostro del Padre.
Todas las generaciones han buscado el rostro de Dios y han querido descubrirlo. Desde las imágenes de la antigüedad, hasta las modernas representaciones de Dios se quedan en tenues esbozos que más que descubrirlo muchas veces nos lo ocultan o deforman.
Son impresionantes las imágenes que ha dibujado por ejemplo Miguel Ángel en la Capilla Sixtina, pero no dejan de manifestar a un Dios tremendo en su poder, en su juicio, en sus cualidades. Imposible que el hombre logre encerrar a Dios en sus signos.
Pero Jesús viene a manifestarnos al Padre.
La súplica de Felipe es la súplica de toda la humanidad: “Señor, muéstranos al Padre y eso nos basta”. Quizás Felipe, o también muchos de nosotros, esperaría una manifestación esplendorosa como en el Sinaí en medio de truenos y luces, o llena de potencia como nos lo describen las teofanías del Antiguo Testamento. Y Jesús, con un poco de decepción y con un poco de regaño, le responde a Felipe: “Quien me ve a mí, ve al Padre”.
Sí, Jesús es la manifestación de todo lo que es el Padre, es el amor concreto hecho carne, caricia, sanación, palabra, dolor… Jesús ha tomado el rostro del hombre para hacerse comunicación y diálogo con nosotros.
De ahora en adelante descubriremos el rostro de Dios en el rostro de Jesús.
Conocer a Jesús, descubrir sus acciones, sus milagros, su entrega, no puede quedarse en la superficialidad, nos llevará necesariamente a encontrarnos con su Padre. Y también nosotros, hoy, en nuestro tiempo y en nuestro espacio, nos tornaremos en rostro de Jesús.
Ya nos lo dice que quien crea en Él hará las obras que Él hace y las hará aun mayores. Hoy nos acercamos a Jesús, sentimos su mirada, su palabra, su mano que nos acaricia y que nos sostiene… ¡Qué bella manera de descubrirnos a Dios su Padre!
San Juan tiene la virtud de acercarnos a Jesús, presentarlo muy humano, pero al mismo tiempo nos lanza a profundidades y alturas que nos parecen sublimes, inalcanzables. Hoy aparece así Jesús, muy cercano a sus discípulos, comprendiendo sus temores, mirando sus miedos y tratando de animarlos: “No pierdan la paz”.
Quizás ellos le podrían decir que cómo no perder la paz si están sintiendo las persecuciones, si tienen desconfianzas entre ellos mismos, si luchan por los primeros lugares, si no logran ponerse de acuerdo. Sin embargo, Cristo que conoce todos estos rincones de la miseria humana, les dice “no pierdan la paz”. Y la razón que les da para no perderla es que deben saber en quien han puesto su confianza.
Hoy también nosotros nos vemos tentados a sumergirnos en las dudas y en los reclamos, en las disputas y en los desalientos, sobre todo cuando comprobamos que como Iglesia y como seguidores, no somos lo que Jesús espera de nosotros.
Y entonces también a cada uno de nosotros nos dice Jesús: “No pierdan la paz”. Y no la pierdan por los enemigos externos que con violencia los atacan, pero no la pierdan tampoco por los fallos internos que provocan peores decepciones.
No pierdan la paz cuando se tiene que luchar por la justicia y parece que vence la violencia, ni tampoco cuando nos veamos tentados por la ambición, el poder o el placer. Y la razón para no perder la paz es que Él es el camino, la verdad y la vida.
Que Él es el camino que nos lleva a la verdad que nos da nueva vida. Cuando ponemos la confianza en otro o en otras cosas, podemos equivocar el camino y extraviarnos, si lo seguimos a Él tendremos la verdadera vida. Que hoy miremos a Jesús y lo sigamos como el camino seguro para la salvación.
En nuestras comunidades indígenas una de las muestras de madurez de la persona es que ya haya dado servicios a la comunidad. Claro que esto al ir entrando en contacto con nuestra sociedad neoliberal y comercialista, se ha ido perdiendo poco a poco.
Una persona que no sirve, no puede considerarse como un adulto y no se le pueden confiar cargos o responsabilidades mayores.
Para Jesús el servicio es de vital importancia, a tal grado que lo pone como un motivo de dicha y felicidad. Jesús sirvió, no fue esclavo. Jesús libremente hizo de toda su vida un verdadero servicio. Ésta es su enseñanza.
Cuando lava los pies a sus discípulos, no es sólo un gesto externo, sino es la expresión de su actitud más íntima: viene a limpiar, a servir, a purificar. No en el sentido de quien es perfecto y está para regañar o corregir a los demás, sino en el sentido del hermano que es capaz de limpiar las inmundicias de quien ha caído en el pecado y en la suciedad.
Servir, sobre todo al más débil y al pecador, fue la misión de Jesús y la cumplió a carta cabal, hasta dar la vida.
En el breve pasaje de este día, añade una palabra muy importante. No teman la traición pues sepan que cuando esto suceda “Yo soy”.
Retoma las mismas palabras que el Señor dijo a Moisés cuando el pueblo vivía en esclavitud. “Yo soy” es el nombre del Dios liberador que sacó con poder al pueblo que gemía bajo la opresión de la esclavitud. De la esclavitud el pueblo pasó a la libertad y aprendió que servir en la libertad es la dignidad de la verdadera persona. “Yo soy” es el nombre de Dios que acompaña a su pueblo en el peregrinar por el desierto y que lo “sirve” en sus momentos de duda y tragedias. “Yo soy” es el nombre que también toma Jesús para decirnos que también Él, como su Padre, ahora nos acompaña por el desierto de la vida, de las dificultades.
Es Dios con nosotros, es quien anda los mismos senderos, es quien nos lleva de la esclavitud al servicio. ¿Cómo vivimos esta presencia de Jesús en nuestras vidas? ¿Cómo hacemos presente a Jesús con nuestro servicio?
Nuestra vida ha cambiado por completo al tener la luz artificial. Los pueblos antiguos dependían casi exclusivamente de la luz del sol y experimentaban un respetuoso temor a las tinieblas.
Ahora hay quien puede vivir en la oscuridad natural, pero iluminado por las luces artificiales. Hemos perdido el ritmo de vida natural que nos ofrece la luz contrastada con las tinieblas. Quizás esto podría influir también en perder el sentido tan profundo que San Juan le da en su evangelio al tema de la luz, poniendo a Jesús como la verdadera luz que ilumina al hombre.
¿Si vivimos de luces artificiales para qué necesitamos la luz?
Una planta sin luz no podía crecer, pero ahora la hacen crecer a la fuerza, a base de calor e iluminación artificial. Sin embargo, todos podemos experimentar lo importante que es la luz en nuestra vida: la luz de nuestros ojos, la luz del sol, las luces que nos conducen, la luz de nuestro interior.
¡Qué tristeza vivir con oscuridad en nuestro corazón! Jesús se nos presenta como la luz que viene a iluminarnos para que no vivamos en tinieblas. Hay en ciertos momentos difíciles de nuestra vida que parece que todo está oscuro.
Cuando no entendemos las situaciones, cuando se derrumban nuestros planes, cuando encontramos oposición. Es importante que veamos si estamos colocando a Jesús como la verdadera luz y que al resplandor de esta luz examinemos nuestras obras y nuestras aspiraciones.
¿Cómo son nuestras relaciones con los cercanos si las ponemos frente a la luz de Jesús? ¿Qué valor tienen los criterios con los que nos guiamos frente a los criterios de Cristo? Este mismo día, si lo observamos con esta luz ¿qué valor tiene? ¿Tienen razón nuestras preocupaciones o debemos cambiar algunas cosas? Observemos todo nuestro día, nuestras amistades, nuestra familia, nuestras relaciones, a luz de Jesús.
La pregunta que hacen los judíos a Jesús parece que los lleva hasta el extremo del cinismo. No quieren creer en Jesús y buscan pretextos para acusarlo en lugar de buscar la verdad para creer en Él.
La respuesta de Jesús los remite a sus obras, a todo lo que ha hecho y dicho delante de ellos y de todo el pueblo. ¿Cuáles son sus obras? No es solamente dar de comer, sino hacer comer a las personas con dignidad; no es solamente defender a una mujer de los acusadores, sino hacerla que se levante y reintegre; no es solamente devolver la vista a un ciego, sino enseñarle el camino de la luz… son muchas las obras de Jesús y todas van encaminadas a dar plenitud de vida y dignidad a las personas.
Hoy debería ser igual el testimonio que diéramos sus discípulos: no solamente en palabras, no en ayudas externas, no gestos lastimeros por los más débiles, sino en una verdadera transformación de nuestro mundo y de sus estructuras.
La razón y la finalidad de las obras de Jesús las expresa en este mismo texto: porque “el Padre y yo somos uno solo”. Es la última razón de todo el actuar de Jesús y debería ser la razón de actuar de nosotros los cristianos: porque tenemos un solo Padre, porque nos unimos a Jesús nuestro hermano, porque estamos guiados por un mismo Espíritu.
Las otras razones, humanitarias o sociales, son muy válidas también y nos unimos a todos aquellos que luchan porque todos los hombres vivan como hermanos, pero nuestra verdadera fortaleza está en el amor que Dios nuestro Padre nos tiene, y ésta es la razón que mantiene y da vida a nuestro actuar.
Buscamos la vida eterna que de ningún modo es olvidarnos del presente, sino que es entrar desde ahora en el misterio de amor del Padre, que nos trasforma y que nos une a Jesús.
Las obras de Jesús nunca fueron alienantes ni se desentienden del dolor presente en el pobre, al contrario, anuncia y hace presente aquí y ahora el Reino de Dios. ¿Cuáles son las obras que dan testimonio de nuestro ser de discípulos?
Santo Felipe y Santiago, Apóstoles.
Muchas veces me he puesto a conversar imaginariamente con estos dos apóstoles que hoy celebramos y que nos ayudan a crecer en nuestra fe y nos proporcionan datos que vienen a fortalecernos en nuestra esperanza.
Me gustaría preguntarle a Felipe qué había visto en Jesús cuando fue corriendo a anunciarle a Natanael que habían encontrado al Mesías. ¿Cuál fue su experiencia en ese primer encuentro que lo lleva a seguir a Jesús que provenía del desconocido Nazaret? Debió ser una impresión fuerte que transformó su vida.
O también quisiera preguntarle qué significado tendrían para nosotros las palabras de Jesús antes de la multiplicación de los panes: “¿Dónde iremos a comprar pan para que coma toda esta gente?”.
¿Qué quedó en su corazón cuando vio saciada a la multitud?
Otro pasaje donde aparece Felipe es aquel que nos habla de unos griegos que querían conocer a Jesús y él consigue acercarlos a Jesús. ¿Qué pasaría con ellos? ¿Qué relación tuvieron con Jesús?
También nos uniríamos a Felipe para decirle a Jesús: “Señor, no sabemos a dónde vas… muéstranos al Padre y eso nos basta”. Y creo que Felipe nos contaría con el corazón abierto cada una de las experiencias de encuentro con Jesús, pero al final nos diría que el camino de encuentro con Él debe ser personal y que Jesús está siempre dispuesto a ser camino, verdad y vida para quien se acerque a Él.
Seguramente también Santiago tendría muchas palabras de aliento y de consuelo pues él se constituye en testigo de la resurrección y es uno de los pilares en Jerusalén para la Iglesia que va naciendo. Da su vida por Jesús y se transforma en mártir, testigo, de la verdadera vida.
Son apóstoles y columnas que han sostenido no sólo a la primera Iglesia, sino que siguen siendo hoy fundamento de la Iglesia de Jesús.
También nosotros hoy tendremos que experimentar ese encuentro con el Resucitado, acercarnos a Él, dejarnos transformar y constituirnos en testigos de su Resurrección. Que cada uno de nosotros seamos apóstoles, testigos y misioneros en las fronteras que el Señor nos ha colocado.
Al contemplar las ingentes multitudes que tiemblan de miedo, que anhelan la paz y que buscan justicia con dignidad, hastiados, llenos de cólera por un mundo tan descompuesto, forzosamente tenemos que recordar las palabras de Jesús que se autoproclama como el Buen Pastor. Quizás a algunos les suene extraño y hasta protesten porque la imagen del Pastor iría muy unida a la imagen de la oveja, o como decimos entre nosotros, a la imagen del borrego, que ha adquirido un sentido peyorativo de manipulación, de seguimiento ciego, de multitud inconsciente. Las grandes masas son arrastradas por líderes corruptos o son subyugadas por los medios masivos y que aparecen inconscientes, adormecidas, indiferentes ante las graves situaciones. Y hoy, domingo del Buen Pastor, parece un día propicio para que nuestra reflexión nos lleve a una toma de conciencia de todo lo que estamos haciendo y que ha propiciado que este mundo loco y desquiciado se encuentre al borde del precipicio.
Cristo, Buen Pastor, no quiere adormecernos ni solapar responsabilidades ni de criminales ni de autoridades. Nada más lejano de la intención de Cristo. Ha discutido fuertemente con los principales y los fariseos, y ahora lanza una dura crítica a su liderazgo y a su autoridad. Es por tanto un juicio contra quienes no vigilan, quienes abandonan arrastrando consigo a otros, o bien, contra quienes no se acercan de forma correcta al rebaño. Trae a la memoria la dura imprecación que hace el profeta Ezequiel contra los malos pastores de Israel, tiene su aplicación en contra de los dirigentes de los tiempos de Jesús, pero también es palabra viva para hoy y se presenta como crítica dura y actual contra los dirigentes y malos pastores que no tienen en cuenta al pueblo y solamente se aprovechan de sus privilegios y puestos. Es una acusación tanto para los lobos como para los pastores, pero también es un fuerte silbido, al mismo tiempo enérgico y cariñoso, para que las ovejas no se duerman o no vayan tras engañosas seguridades. La maldad y la injusticia tienen como responsables tanto a los criminales como a las autoridades, pero también lo son el silencio, la indiferencia y el miedo, de un pueblo que calla, que no se levanta y que no ha hecho lo necesario para sacudirse tanta corrupción y tanta mentira.
Cuando Pedro acusaba a la multitud de responsabilidad ante la muerte de Jesús, con el corazón adolorido preguntaron: “¿Qué tenemos que hacer?”. Y Pedro los invita a una conversión de verdad, no a un cambio de escenario ni a cambios externos. Sugiere un cambio donde se borre definitivamente el pecado y se guíen por el espíritu. También hoy ésta debería ser nuestra pregunta y éstas nuestras actitudes. Deberemos poner a Cristo como nuestro Buen Pastor pero también asumir las actitudes correspondientes a un pueblo responsable y consciente de sus obligaciones y sus derechos. Porque todos estamos de acuerdo en reconocer que Cristo es el verdadero pastor, opuesto al mercenario, y es el único guía seguro que va delante de las ovejas y que abre el camino; pero no estamos dispuestos a soportar un examen sobre nuestro papel de pastores, cuidadores y educadores de un pueblo, de una comunidad o de una familia. Las palabras exigentes de Jesús sobre los bandidos, ladrones y mercenarios, fácilmente las aplicamos a las autoridades, a los responsables y a quienes tienen el deber de velar por nuestros pueblos. Y tenemos razón, porque ellos deben tener muy en cuenta el ejemplo de Cristo y cualquier autoridad o líder moral, tiene la obligación de velar por el bienestar de los ciudadanos y no de aprovecharse de ellos. Pero al mismo tiempo, estas palabras de Cristo son para cada uno de nosotros que tenemos alguna responsabilidad frente a las demás personas: padres de familia, maestros, coordinadores, sacerdotes, catequistas, autoridades… todos tenemos que mirarnos en esta imagen de Jesús y ver cómo estamos realizando nuestra tarea.
El pasaje de este día también insiste en una clara diferencia entre la voz del pastor y la voz del mercenario. La voz del pastor llega hasta nuestro interior y nos da vida. Pero también se escuchan otras voces que adormecen, que engañan y que intimidan. Lo más triste es que hay quienes siguen esas voces y terminan en la muerte. Tendremos que discernir cuál voz estamos siguiendo. Al mismo tiempo Jesús afirma: “Yo soy la puerta de las ovejas”. Una puerta tiene una doble función: abrir y cerrar; proteger y dejar entrar. En este caso es una puerta de exclusión para los salteadores y ladrones y puerta de acceso para los verdaderos pastores. Una puerta cerrada para quien busca su propio interés y abierta para quien busca dar vida. Una puerta abierta a la libertad y a la intimidad. Y Cristo nos invita a pasar por esa puerta que es Él mismo para abrirnos a la verdadera libertad. Al mismo tiempo es una puerta cerrada a la mentira, a la injusticia y al mal. Jesús nos ofrece un criterio para ver a quién dejamos entrar por esa puerta y cuáles voces escuchamos, “que tengan vida y la tengan en abundancia”. Lo que mata al pueblo, lo que limita la vida, lo que la oscurece, no podemos dejarlo entrar ni permitir que nos manipule.
Este Domingo del Buen Pastor se nos presenta como un silbido potente que nos despierta y nos pone en alerta. No puede el discípulo permanecer pasivo porque la indiferencia ante la injusticia es grave pecado de omisión. Y al mismo tiempo nos invita a estar atentos a distinguir las voces que dan vida plena, de aquellas voces que llevan a la muerte y a la corrupción. ¿Qué estamos haciendo? ¿Vivimos pasivos ante la injusticia, la corrupción y la maldad? ¿Cuál es nuestra responsabilidad cuando al mismo tiempo somos pastores y ovejas?
Jesús, Buen Pastor, enséñanos a dar la vida por las ovejas a nosotros encomendadas, danos la inteligencia y el valor suficientes para proteger a la comunidad, a los jóvenes y a los niños, y concédenos reconocerte a Ti como nuestra Puerta y nuestro Pastor.
Amén.
San Atanasio
Señor Jesús, hay muchas situaciones difíciles en nuestra vida que nos llevan al desaliento: violencia, corrupción, la pandemia, dificultades para conseguir lo necesario para nuestra subsistencia, inseguridad.
Muchos buscan alivio y refugio en alcohol, en las drogas o en huidas psicológicas, en el ruido o en soluciones facilonas o escapistas. Y cuando queremos acercarnos a ti, nos encontramos con nuestras propias miserias y limitaciones que nos hacen temer y no sentirnos capaces de ser fieles a tu palabra y a tu camino.
El egoísmo propio, la comodidad y la falta de coherencia, nos hacen temer no sostenernos en la exigencia que implica tu seguimiento.
Por eso entendemos que muchos se hayan alejado y que no se atrevan a vivir a plenitud el Evangelio. Sin embargo, nada puede llenar el hueco cuando nos alejamos de tu presencia.
Ciertamente comer tu carne y beber tu sangre, tiene muchas implicaciones concretas en la vida diaria porque no es solamente acercarnos a ti. Tu forma de amar y de servir, tu entrega plena y tu amor incondicional, nos retan también a todos nosotros para vivir a plenitud.
Por eso junto con Pedro también nosotros exclamamos: “Señor, ¿A quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna”. Sin tu palabra, sin tu presencia, estamos perdidos.
Sin embargo, parecería que ya en muchos lugares no tienes cabida y que te han expulsado. Han privado a nuestros niños de tu presencia y de tu conocimiento. Los jóvenes no conocen tus ideales y tu palabra. Los matrimonios no se acompañan de tu ejemplo y de tu amor.
Pero hoy queremos gritar desde lo profundo de nuestro corazón que queremos que sigas con nosotros, que no podemos vivir sin ti, que tenemos sed de ti y que nos comprometemos a seguir tus ejemplos y tus mandamientos.
Quedan resonando en mi corazón y quiero decirte nuevamente: “Señor, ¿A quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna”
San José Obrero
En este día del trabajo recordamos a San José como patrono de todos los trabajadores, como obrero y cómo no recordar también a Jesús que en el taller de José se unió a todos los trabajadores y con su sudor también supo ganarse el pan de cada día.
El trabajo en nuestros días ha perdido mucho su sentido de creación, de colaboración y cuidado, que hacen del hombre imagen de Dios que le confía el cuidado de sus creaturas.
Ha tomado más el sentido de producción en cadena, de negocio y de máquina. Entonces al hombre se le mira solamente como una tuerca en todo el entramado de la producción y le hace perder su sentido humano y su dignidad de hijo.
Son justos los reclamos de quienes no tienen trabajo y no encuentran posibilidades para sostenerse y sostener a su familia, pero mientras se privilegie el sentido económico sobre el sentido social y humano, será difícil crear nuevas estructuras y situaciones que ayuden a una vida más digna para todos y cada uno de los hombres.
Es triste comprobar las injusticias de un sistema que produce cada día más pobres y que se olvida de la dignidad de las personas y mira solamente las ganancias y los intereses económicos.
Es muy difícil en esas circunstancias descubrir la verdadera dignidad y valor del trabajo. Por eso el Papa Francisco dice: “queremos más todavía, nuestro sueño vuela más alto.
No hablamos sólo de asegurar a todos la comida, o un «decoroso sustento», sino de que tengan «prosperidad sin exceptuar bien alguno». Esto implica educación, acceso al cuidado de la salud y especialmente trabajo, porque en el trabajo libre, creativo, participativo y solidario, el ser humano expresa y acrecienta la dignidad de su vida.
El salario justo permite el acceso adecuado a los demás bienes que están destinados al uso común”. Sin embargo, deberemos seguir luchando por crear condiciones cada vez más dignas para los trabajadores y nuevos y mejores empleos para los jóvenes y tantas personas que se encuentran sin trabajo.
En este día sintamos a San José como un obrero y trabajador más.
En este día también sintamos muy cercano a Jesús que con sus manos transforma y alimenta, que acompaña a cada hermano y hermana en sus actividades, que da sentido a nuestras vidas.
Hagamos nuestra oración y nuestro compromiso con quienes no tienen trabajo o lo tienen en condiciones inhumanas. Que Cristo obrero camine en este día con nosotros y lo sintamos muy cercano acompañándonos.
Documentos de apoyo para Pascua 2020.