Monseñor Enrique Díaz Díaz
Obispo de la Diócesis de Irapuato
Jesús y los desamparados
Jesús, al contemplar la situación de las multitudes “se compadecía de ellas, porque estaban extenuadas y desamparadas”, se conmovía interiormente. La compasión es un sentimiento que con frecuencia aparece en el Antiguo Testamento vinculado a la relación de una madre con el hijo que lleva en sus entrañas. Es mucho más que el tener lástima, es una conmoción interior que une el corazón de quien contempla, con el corazón de quien sufre. Compadecerse es padecer juntamente con el hermano, no solamente tener lástima. Así Jesús, movido por este amor entrañable, se fija en el cansancio y abatimiento del pueblo que estaba “como ovejas sin pastor”. Otra expresión del Antiguo Testamento que encierra un reproche contra los dirigentes de Israel y recuerda la imagen de Dios como el único y verdadero pastor de su pueblo. Al desatender los líderes religiosos y políticos de Israel sus labores de cuidado y pastoreo, el pueblo se encuentra desamparado y extenuado, y Jesús asume esta tarea. Él es el buen pastor que, sufriendo con entrañas de misericordia y compasión, se coloca a la cabeza de su pueblo y asume su cuidado para sacarlo de su postración.
Nosotros y el hambre
¡Qué diferente la actitud de Jesús a nuestras actitudes! Ante el hambre, Él se conmueve; ante el hambre, nosotros permanecemos indiferentes o aun buscamos nuestra propia ganancia. La situación de nuestros pueblos es difícil para la mayoría, sobre todo ahora a consecuencia de la pandemia: hay hambre, desnutrición, enfermedades, necesidad y nadie puede permanecer indiferente. A la luz de esta situación, es necesario reafirmar con valentía que el hambre y la desnutrición son inaceptables en un mundo que, en realidad, dispone de niveles de producción, de recursos y de conocimientos suficientes para acabar con estos dramas y con sus consecuencias. El grave problema no es la insuficiencia de alimentos, sino la mala distribución y las políticas económicas. A veces nos sentimos impotentes ante la magnitud de la situación y podemos caer en la tentación de cruzarnos de brazos. Pero lo que sucede a nivel internacional y de grandes empresas, lo repetimos a nivel casero y familiar y damos la espalda al hermano buscando nuestra propia ganancia. Ha sido admirable la labor de muchas parroquias que en medio de su propia necesidad, se han hecho solidarias con despensas, comidas, atención psicológica y espiritual siguiendo la enseñanza de Jesús. Tenemos que seguir contemplando qué hace Jesús y a qué nos invita con su actitud.
Discípulos con poder
En concreto Jesús llama a los doce, por su nombre, y “les da poder”, no para imponerse sobre las gentes, sino para expulsar demonios y curar enfermedades y dolencias. Éstas serán las dos grandes tareas de sus enviados: proclamar que ya está cerca el Reino de Dios y curar a las personas de todo cuanto introduce mal y sufrimiento en sus vidas. Harán lo que le han visto hacer a Él: curar a las personas haciéndoles experimentar lo cerca que Dios está de sus sufrimientos. Es así como se puede colaborar con Jesús en su proyecto del Reino de Dios. En cada aldea han de hacer lo mismo: anunciarles el Reino compartiendo con ellos la experiencia que están viviendo con Jesús y, al mismo tiempo, curar a los enfermos del pueblo. Todo lo han de hacer gratis sin cobrar ni pedir limosna, pero recibiendo a cambio un lugar en la mesa y en la casa de los vecinos. Es la manera de construir en las aldeas una comunidad basada en valores radicalmente diferentes al poder, al comercio, a la relación de patrón-cliente. Mientras no compartamos el pan con el prójimo no lo podremos llamar hermano. Aquí todos comparten lo que tienen: unos su experiencia del Reino de Dios y su poder de curar; otros, su mesa y su casa.
La cosecha es mucha
¿Habrá hoy quien quiera seguir a Jesús? Pedro, Santiago, Juan y los demás discípulos son hombres sencillos, con sus problemas, sus familias, sus negocios pequeñitos o alguno más importante. Sin embargo, todos captaron el nuevo modo de vivir de Jesús y la propuesta para un mundo diferente. Hoy, si captamos lo grande y maravilloso de esta propuesta, habrá seguramente seguidores fieles de Jesús. Luchar contra los demonios del poder y de la ambición, curar las heridas que deja un mundo hostil, anunciar a todos que Dios está cerca y que se puede compartir en una mesa común, sigue siendo una tarea maravillosa a la que Jesús sigue invitando.
En este domingo, al descubrir el rostro de Jesús frente a los desamparados, ¿cómo nos situamos frente los hermanos desprotegidos y frente a la invitación de Jesús? ¿Con qué palabras y acciones anunciamos la llegada del Reino de Dios? ¿Qué realidades concretas nos abren a la esperanza? ¿Qué dificulta en medio de nosotros la llegada de este Reino?
Dios nuestro, fuerza de todos los que en Ti confían, ayúdanos con tu gracia, sin la cual nada puede nuestra humana debilidad, para que podamos responder fielmente al llamado de Jesús y aportar nuestras pobres fuerzas en la construcción del Reino.
Amén.
San Antonio de Padua
¿Es posible hoy en día creer la palabra de alguien?
¿Te fías tú solamente porque una persona así lo ha afirmado?
Parecería que ha quedado muy lejano aquel tiempo en que podíamos confiar en la palabra de las personas y que una vez pronunciada la palabra, se podía esperar razonablemente sus consecuencias. Había muchas formas para entender que una persona cumplía formalmente sus promesas. Sin embargo, en la actualidad parecería que hemos llegado exactamente al punto contrario: la palabra no vale, se la lleva el viento.
Así las promesas van y vienen, “no se conecta la lengua con el cerebro” y muchas veces, a pesar de documentos y firmas, se duda que se cumplan los acuerdos. No es sólo cuestión de nuestro tiempo.
Cristo desafía a sus discípulos a ser personas auténticas, firmes y consecuentes. Aunque en la actualidad han perdido vigencia los famosos juramentos, el reto que nos pone Jesús es ser consecuentes entre lo que decimos y lo que actuamos.
La queja que expresa detrás de estas sentencias es esa doble moralidad que ahora se hace tan actual, es esa doble máscara que esconde los verdaderos sentimientos, es, en una palabra, la dicotomía entre el hablar y el actuar.
¿Cómo creerle a quien ha mentido una vez?
¿Cómo restaurar lo que la palabra y la mentira han destruido?
No les creemos a los políticos, no les creemos a los comerciantes, no les creemos a los que proclaman una nueva religión… pero entonces la vida se torna difícil porque vivimos en un mundo de mentira, de engaño y de conveniencia.
La propuesta de Jesús es hablar sabiendo que nuestra palabra está delante de Dios. No podemos engañar porque queremos parecernos al Dios que es veraz. No podemos decir palabras falsas porque somos hombres y mujeres que buscan la verdad.
Así es Jesús: la verdad. Nunca engaña, nunca traiciona, nunca ilusiona en vano. Su palabra se torna eficaz en cuanto la pronuncia, sus promesas se vuelven realidad y sus hechos respaldan lo que predica. Por eso las gentes lo siguen porque “habla como quien tiene autoridad”, una autoridad brotada de la coherencia.
Que también nuestra palabra nos comprometa en serio en el seguimiento de Jesús, que nuestra respuesta a su invitación no tenga doblez, ni fingimiento. Que seamos hombres y mujeres de una sola palabra.
El hombre actual necesita de la presencia de Dios en su vida.
Es cierto que muchos han renegado de su fe, que muchos no quieren saber de Iglesia, que otros prefieren borrar a Dios de sus vidas… Pero
¿dónde encontrar sentido a la vida cuando todo se oscurece?
¿Cómo responder a los cuestionamientos profundos que todos llevamos en nuestro interior?
La primera lectura de este día nos sorprende con una imagen de Dios no muy común en el Antiguo Testamento. El Señor no está en el viento huracanado que parte las montañas y resquebraja las rocas; el Señor no está en el fuerte y terrible terremoto; el Señor no se encuentra en el fuego que todo lo consume… Elías descubre al Señor en el murmullo de una brisa suave, se cubre su rostro y se dispone a escuchar su voz.
Muchos hombres retan a Dios y quisieran sus manifestaciones imponentes y sus acciones poderosas; otros lo invocan y pretenden manipularlo con sus oraciones y sus retos; a algunos les parecería que los males y las injusticias negaran la existencia de Dios. Pero Dios está muy cercano en su corazón; está en sus deseos de verdad y de justicia; está en sus ansias de eternidad y de amor; está en ese deseo de infinito que todos tenemos.
Quizás hemos deformado la imagen de Dios y esta deformación es la que rechazan los hombres.
Si lo percibiéramos en nuestro interior; si pudiéramos experimentar su misericordia y su ternura; si nos dejáramos tocar por su suave Espíritu… percibiríamos el gran amor de Dios.
Hoy el hombre, quizás más que nunca, es consciente de esta necesidad de Dios, pero también hoy se percibe huyendo de Dios, queriendo borrarlo de su historia.
¿Contradicción?
El hombre no encontrará su verdadera felicidad lejos de Dios.
El hombre no alcanzará su verdadera realización al margen de su gran amor.
Mientras más se aleja, más se pierde a sí mismo.
Este día es un día especial para que cada uno descubramos los signos en los que se hace presente Dios para nosotros: en el silencio o en el ruido; en la unidad familiar o en los lazos rotos; en la alegría del triunfo o en las lágrimas del fracaso.
¿Dónde encuentras a Dios?
Él te está buscando y te llama continuamente.
El Cuerpo y la Sangre de Cristo.
El Papa Francisco continuamente está haciendo referencia a la Eucaristía como centro de la vida del cristiano, pero casi siempre insiste en la clara relación de la Eucaristía con la vida, del compartir el Pan vivo con la exigencia de un compromiso con el hermano.
La Eucaristía tendrá mucho sentido si su celebración nos lleva a un compromiso serio por transformar las situaciones de injusticia en oportunidades para la creación de nuevas estructuras solidarias y fraternas.
Escuchamos el pasaje donde Cristo se autodefine como el pan de la vida, el pan vivo. Esta declaración la hace después de haber multiplicado los panes para dar de comer a una multitud hambrienta y contrapone el “Nuevo Pan” al maná que comieron los antepasados en el desierto. Es impresionante la forma de actuar de Jesús que con unas cuantas palabras y con pocos signos, nos enseña una nueva visión de familia, de responsabilidad y de compartir.
Exige a los discípulos que busquen soluciones para dar de comer a aquella multitud hambrienta y no acepta la excusa de que solamente tienen cinco panes y dos peces, sino al contrario los impulsa a que pongan en común eso poco que tienen.
Después Él se definirá como el Pan de vida.
Uno de los aspectos en que más ha insistido el Papa Francisco es en este ejemplo que nos ofrece Jesús: comprender la Eucaristía como el pan de vida que nos lleva a pensar en una mesa fraterna para la reconciliación y la paz.
No se puede entender que todos comamos de un mismo pan para después destruirnos. No se puede entender que participemos del pan de vida y que después seamos indiferentes ante el hambre de los hermanos.
La Eucaristía es el Pan de la Vida que nos lleva a la construcción de la paz. Todos los signos que acompañan la multiplicación de los panes ponen en evidencia una mesa fraterna, donde todos tienen la misma dignidad, donde todos tienen el derecho al alimento y donde todos tienen la obligación de cuidar el alimento, de procurar lo necesario para todos y donde todos son tomados en cuenta.
Participar del mismo Pan compromete. Sentarse a la misma mesa construye fraternidad.
Que en este día, Jueves de Corpus, nos acerquemos con estos sentimientos y estas intenciones a participar del Pan de la Vida.
Quienes viven en contacto con la naturaleza tienen una forma especial de sentir y expresar las realidades. Viendo las lluvias torrenciales que en algunos sitios sucedieron, me comentaban que las lluvias pueden ser para la tierra como una persona lo es para las otras personas.
Hay quienes llegan como una tormenta, tienen gran fuerza, traen mucha agua y mucho viento, pero todo descontrolado. Esa agua acaba siendo destrucción a pesar de tener tanta riqueza.
Así hay personas que tienen mucha fuerza y mucha riqueza, pero acaban destruyendo y aniquilando al otro. No le dan oportunidad de ser, de enriquecerse, lo desprecian y lo anulan.
Otros, por el contrario, son como esas aguas ausentes que nunca llegan. Se tardan y se hace eterna la espera. Un día y otro día con mucha ansiedad y no se da el encuentro. Y las tierras quedan áridas, resecas, inútiles.
Así pasa con las personas, no se da el encuentro, nunca llegan al corazón del otro, no se acercan, no fertilizan, viven indiferentes frente a los demás y no pueden producir frutos.
En cambio, hay lluvias, y personas, que son una bendición. Esa lluvia que llega abundante pero no amenazante, que cala hondo, que fecunda el interior, que lentamente va invadiendo sin destruir. Esas son las lluvias mejores, las que dan el tiempo para sembrar, para cultivar, para que el sol caliente. Así también hay personas que calan hondo, que se meten poco a poco pero profundo, que respetan tiempos, costumbres y situaciones, pero son fecundas, que hacen crecer, que enriquecen.
Hoy Jesús nos dice que Él también es así: no viene a destruir sino a dar vida; no viene a condenar, sino a dar la oportunidad de conversión; no viene a criticar o quitar leyes, sino a darles vida.
Señor Jesús, que sea yo capaz de comprender que tú eres la verdadera lluvia que necesito para tener vida. Que abra mi corazón para que penetre tu palabra, tu luz y tu vida.
Señor Jesús, que también yo aprenda a ser lluvia fecunda, no tormenta destructora o sequía aniquiladora. Señor Jesús, que sepa yo dar vida.
San Efrén, diácono
La sal, nada más ordinario y casero, nada más insignificante, pero muy necesaria en la vida cotidiana.
¿Qué piensas cuando escuchas a Jesús que dice a sus discípulos que ellos son sal? Claro, lo primero que se nos ocurre es que debemos dar sabor. Esta vida agridulce, muchos la encuentran sin sabor. El diario trabajar, esforzarse y ver pocos resultados, a muchos les parece sin sentido.
¿Cómo dar sabor? ¡Con la alegría del Evangelio!
La propuesta es vivir en un nivel superior, pero no con menor intensidad: “La vida se acrecienta dándola y se debilita en el aislamiento y la comodidad. De hecho, los que más disfrutan de la vida son los que dejan la seguridad de la orilla y se apasionan en la misión de comunicar vida a los demás”.
Es la realidad de la sal: cuando se hace dura y no se “deshace” en los alimentos, en lugar de dar sabor, lo quita. “Sala” y echa a perder los alimentos.
Cuando Jesús nos lanza a ser sal, nos descubre el corazón de su seguimiento: darse, dar sabor, dar vida. No quedarse solos y aislados.
Cuando tomamos en serio las palabras de Jesús descubrimos otra ley profunda de la realidad: que la vida se alcanza y madura a medida que se la entrega para dar vida a los otros.
Eso es en definitiva la misión que propone a sus discípulos. Por consiguiente, un discípulo no debería tener permanentemente cara de funeral, como nos lo dice el Papa Francisco, sino ser sal, ser luz, ser alegría.
Recobremos y acrecentemos el fervor, seamos luz y seamos sal.
Descubramos la dulce y confortadora alegría de evangelizar, de llevar Buena Nueva, incluso cuando haya que sembrar entre lágrimas. Y ojalá el mundo actual –que busca a veces con angustia, a veces con esperanza– pueda así recibir la Buena Nueva, no a través de evangelizadores tristes y desalentados, impacientes o ansiosos, sino a través de ministros del Evangelio, cuya vida irradia el fervor de quienes han recibido, ante todo en sí mismos, la alegría de Cristo.
¿Cómo ser sal en nuestros tiempos? ¿Cómo ser luz?
Ciertamente no escondiéndonos o quedándonos apáticos, sino arriesgándonos en el servicio, en la entrega y en la donación.
Después de celebrar la fiesta de la Santísima Trinidad, tenemos la oportunidad de vivir cada día la experiencia de hijos de Dios.
Para ayudarnos, mientras no celebremos alguna fiesta especial, la liturgia nos ofrece una lectura continuada del Evangelio de San Mateo. San Mateo inicia con el Sermón de la Montaña, tan conocido, tan comentado, pero que tanto nos cuesta vivirlo.
Desde el inicio de su predicación Jesús deja claro que su propuesta es diferente al mundo, la felicidad que ofrece está fundamentada en otros sitios, el compromiso es muy distinto. Las bienaventuranzas nos llevan por caminos diferentes a los que nos propone la sociedad.
Una felicidad que no proviene de los valores que el mundo nos propone, sino todo lo contrario. Jesús nos propone tener libre el corazón y no poner como criterio de felicidad ni el poder, ni el prestigio, ni el dinero, sino solamente a Dios. Todo al revés de como lo propone el mundo y sus cantores y no es que Jesús esté de acuerdo con un mundo de injusticias y que proponga la pobreza como sometimiento y pasividad. Sino todo lo contrario: Jesús sabe que si aceptamos la propuesta de nuestro Padre Dios de no poner nuestro corazón en las cosas materiales podremos construir un mundo nuevo donde todos puedan tener lo necesario para alimentarse, para vivir dignamente y para formar la nueva comunidad.
Cuando se comparte el alimento alcanza para todos.
Cuando nos dejamos invadir por la avaricia, unos cuantos tienen y una inmensa mayoría padece penurias.
El llanto y el sufrimiento se verán transformados en presencia de Dios porque su grito es escuchado. La tierra vuelve a ser de todos y no de unos cuantos. Son las propuestas de Jesús y aunque todo mundo las reconoce como una gran enseñanza, a la hora de vivir dejamos invadir nuestro corazón por la ambición y nos convertimos en enemigos de los hermanos. Jesús fue perseguido por proponer esta doctrina tan revolucionaria, y sin embargo, solamente es volver a los fundamentos sobre los cuales fue creado el hombre: imagen y semejanza de un Dios Trinitario, comunidad, igualdad y comunicación. Jesús fue perseguido y anuncia a sus discípulos que ellos también serán perseguidos.
Ojalá que los cristianos fuéramos acusados y perseguidos por vivir el Evangelio. Y no por habernos alejado de él. Bienaventuranzas, propuestas, nuevo mundo… así transformamos la realidad, nos acercamos al ideal propuesto por Jesús y viviremos de forma extraordinaria el Evangelio.
La Santísima Trinidad
Más allá del nombre
¿Cómo hablar de Dios? ¿Cómo reducirlo a nuestras categorías? Cuando pretendemos contener a Dios en un nombre o en un concepto y no permitimos que nos invada toda la experiencia de su presencia, parece que pretendemos reducirlo a un objeto del que podremos tener más o menos necesidad.
Si Dios da su nombre a Moisés es para asegurar su presencia continua, fiel y muy cercana a su pueblo. “Dios es el que es”, esto es lo que significa su nombre Yahvé y encierra una profundidad que los Israelitas al mismo tiempo perciben como un misterio y como una cercanía.
El Dios de sus padres, que ha bendecido y acompañado a los patriarcas, se manifiesta ahora cercano y presente, sosteniendo y animando a su pueblo en su esclavitud, en su dolor, en su liberación y en sus esperanzas. Y al mismo tiempo se proyecta como el Dios que continuará presente en el futuro del pueblo.
Es muy profundo el significado del nombre de Dios y nos ayudaría mucho entenderlo para adorarlo y percibirlo como el Dios compasivo y clemente, paciente, misericordioso y fiel.
Un Dios comunidad y relación
Pero Jesús nos viene a descubrir mucho más y no podemos quedarnos en la simple adoración, presencia y respeto. Viene a manifestarnos que Dios es Trinidad.
A la mayoría de los creyentes la Trinidad no les dice nada y les parece una doctrina extraña y superflua. Sin embargo, el Dios Trino es la característica distintiva del cristianismo.
Cambia una imagen de un dios individualista y solitario por la del Dios de la vida, de relación, comunitario y amor. Aunque todas las palabras y las imágenes nos resulten ahora inadecuadas para expresarlo, la realidad de un Dios Trinidad nos lleva a una forma nueva de entender a Dios y su relación con las personas.
Cristo nos lleva a esta dinámica y nos inserta en este misterio, más con su forma de actuar que con sus palabras. Nunca se puso a explicar filosófica o teológicamente las relaciones que había entre Él y su Padre Dios, pero las manifiesta igual que un niño habla de papá, mamá y hermanos, y vive el sentido de familia. Así también Cristo nos inserta en esta dinámica de amor en la Trinidad.
El amor del Padre
Jesús nos dice que Dios es Padre, y cada vez que habla de Él así lo nombra, y cada vez que se dirige a Él, también así lo llama, y siempre se siente el enviado a cumplir su voluntad y a descubrir su misterio. Lo grande de esta revelación es que no solamente hay esta relación con Jesús, sino que nos invita a participar de esa filiación.
Una de las experiencias grandes de los discípulos al encontrar a Jesús resucitado, es la de entenderlo siempre en relación con su Padre Dios, pero también es la de no sentirse solos, sino llamados a participar de esa comunión. Somos hijos de Dios Padre con Jesús. Así también nos podemos y debemos sentir amados, cuidados y protegidos por un Dios que es nuestro Padre.
Estaremos llamados también a cumplir sus mandamientos de creación, de relación con los otros hijos y de cuidado de la vida. Hoy podemos reflexionar en esta gran verdad: “Con Jesús soy hijo de Dios Padre”.
La gracia del Hijo
“Tanto amó Dios al mundo que le entregó a su hijo único, para que todo el que crea en él, no perezca” Son las palabras que nos muestran la grandeza del amor del Padre, pero son también las palabras que nos muestran la grandeza de la misión del Hijo. Con Jesús nosotros podemos sentirnos y ser hermanos. Jesús es la muestra palpable del amor del Padre y nos enseña cómo somos amados y cómo podemos amarnos siendo hermanos. El hombre no es un lobo solitario que tiene que luchar contra todos para subsistir. El hombre está llamado a la fraternidad en el mismo sentido que la vivió Jesús: haciéndose igual que los hermanos, sirviendo a los más débiles, anunciando su evangelio, dando la vida y dando vida. Es la misión de todo discípulo que quiere parecerse a Jesús su hermano mayor.
La comunión del Espíritu
Nada mejor para expresar el amor que el Espíritu Santo: es amistad, es comunión, es participación, es fuerza y dinamismo. Es maravilloso constatar como toda la vida de Jesús se mueve por “impulso del Espíritu”, desde su encarnación hasta su misión final.
Cada momento es vivido con una fuerza extraordinaria por el Espíritu. El Espíritu sigue animando y dando fuerza a su Iglesia. Y lo más hermoso de todo es que no podemos arbitrariamente separar las acciones del Padre, del Hijo y del Espíritu.
La Trinidad la entendemos como una circulación del amor, la danza trinitaria de unas Personas en las otras, todo pasa de una Persona divina a otra de manera recíproca. Y más impresionante aun es que nosotros somos invitados a participar de esa misma vida divina trinitaria. Sabernos hijos amados del Padre, hermanos predilectos de Cristo Jesús el Hijo, y templos llenos de la fuerza y el dinamismo del Espíritu.
Invitados al seno de una familia
Si logramos hacer vida y oración esta gran verdad, encontraremos una fuerza poderosa para actuar conforme a lo que Jesús nos ha enseñado.
Más que definición de Trinidad, Jesús nos invita a participar de su misma familia y su sueño es que todos los hombres participen de este círculo de amor. Hoy, al celebrar a la Santísima Trinidad, debemos cuestionarnos seriamente si somos esa imagen de amor, de entrega y unidad que es nuestro Dios.
Si hemos vencido los miedos, ambiciones y discriminaciones hacia los hermanos que también son hijos del mismo Padre, hermanos del mismo Jesús y templos del mismo Espíritu.
También nos deja una gran enseñanza sobre la forma de educar y vivir en la familia. Las relaciones de la familia se deben construir conforme al modelo de la Trinidad: en unión, en respeto, en diálogo. La Santísima Trinidad es el modelo de educación, integración y amor familiar.
Santísima Trinidad, concédenos experimentar el gran Amor del Padre, la entrega incondicional del Hijo y la fuerza y vitalidad del Espíritu Santo.
Amén.
San Norberto
Hay experiencias maravillosas de la generosidad de las personas, muchas veces de los que menos tienen.
Dar siempre y dar con alegría, es una cualidad exquisita de personas de buen corazón, que siempre será reconocida y agradecida, pero dar todo lo que se tiene, no reservarse nada, llegar a los extremos de entregar todo lo que se posee, raya en el heroísmo.
En comunidades muy pobres lo hemos vivido y agradecido, aunque a veces se nos haga un nudo en la garganta, al sentirse impotente para responder a tanta generosidad. San Pablo invita a esta generosidad a Timoteo y le pide que sea fiel hasta el final, que insista en la predicación del Evangelio, a pesar de los obstáculos.
Le dice: “Tú, soporta los sufrimientos, cumple tu trabajo de evangelizador y desempeña a la perfección tu ministerio”.
No acepta nada de mediocridades, ni las cosas mal hechas o dejadas a la mitad. Como para hacernos reflexionar a nosotros que somos cristianos a medias, (alguno dice que es cristiano, pero no fanático. Y se refiere a que “no hay que tomarse tan en serio el Evangelio”).
Siempre estamos buscando dar lo menos, lo indispensable para salir del paso.
Somos padres a medias, medio cumplimos con la familia, con la pareja, con la sociedad, como para que nadie pueda reclamarnos, pero no ponemos todo nuestro corazón y todo nuestro esfuerzo en cada actuación.
La viuda del Evangelio conquista a Jesús porque su entrega es completa y a Cristo le gustan los corazones decididos, comprometidos, que no temen al dolor, a la generosidad, a la aventura de amar sin límites. “Ha echado todo lo que tenía para vivir” es la exclamación admirada de Jesús.
Nosotros ponemos lo menos posible y escondemos para nuestro interior lo mejor.
No damos nuestro mejor esfuerzo en su seguimiento. Nos quedamos a la mitad del camino. No pueden acusarnos de que no lo hemos seguido, pero no hemos llegado hasta el final.
Pablo se siente orgulloso de la batalla que ha librado, ¿y nosotros? ¿Cómo nos sentimos con nuestro actuar y nuestro seguimiento de Jesús? ¿Nos hemos quedado a la mitad del camino?
San Bonifacio
Estos días, como primera lectura, hemos estado leyendo pasajes de la Segunda Carta de San Pablo a Timoteo que nos ofrecen una serie de expresiones de amistad y confianza, pero también muchos consejos y palabras de ánimo para quien tiene que conducir una comunidad y sufre a causa de la Buena Nueva.
San Marcos por su parte recoge una cita del Antiguo Testamento que parecería prometer al Mesías una victoria segura, libre del sufrimiento: “Siéntate a mi derecha, yo haré de tus enemigos el estrado donde pongas los pies” ¿Por qué entonces el sufrimiento y la cruz de Jesús? Fue una pregunta acuciante que dolía entre los discípulos y que poco a poco fueron entendiendo a la luz de la Resurrección y de una nueva forma de entender el mesianismo.
San Pablo recurre a los ejemplos de sus propios sufrimientos y dolores. Describe sus fracasos y problemas, no con angustia o como reclamo, sino como gloria de lo que ha sufrido unido a Cristo Jesús, por eso llega a afirmar: “¡Qué duras persecuciones tuve que sufrir! Pero de todas me libró el Señor”. Siempre en la persecución,
Pablo sintió la presencia de Jesús y lo sufrió con alegría. Y lanza una afirmación atrevida y fuerte: “Todos los que quieran vivir como buenos cristianos, también serán perseguidos”.
¿Dónde quedan, entonces, esas teologías de una retribución casi a fuerzas que asegura la felicidad por las buenas obras?
No podemos entender el seguimiento de Jesús como un boleto seguro para la felicidad sin contratiempos ni dificultades, pero lo que sí es seguro es que quien sigue a Jesús, a pesar de los problemas, encuentra paz interior.
No es la paz del no hacer nada ni comprometerse con nada, sino la paz y satisfacción que da la lucha por la verdad y la justicia.
De ahí la invitación que hace San Pablo, no sólo a Timoteo, sino a todo discípulo: “Tú, en cambio, permanece firme en lo que has aprendido… la Sagrada Escritura puede darte la sabiduría que, por la fe en Cristo Jesús, conduce a la salvación”.
Palabras de ánimo también para nuestros tiempos donde también aparecen perseguidos quienes buscan los valores del Reino: justicia, verdad, honradez… Pero, por Jesús y con Jesús, vale la pena afrontar las dificultades y problemas, vale la pena ser perseguido.
Jesucristo, sumo y eterno Sacerdote.
Hoy tenemos una celebración que aun no ha llegado al corazón del pueblo pero que tiene mucho sentido y un profundo significado: Cristo Sumo y Eterno Sacerdote.
Es verdad que Jesús nunca se proclamó a sí mismo como sacerdote, no tenía ningún título y no ejerció en el templo de Jerusalén, pero también es verdad que todas las funciones del sacerdocio las realizó de una manera plena con su vida y sus palabras: santificar, ofrecer sacrificio, orar, purificar.
Es muy clara su misión de santificar, que es la de todo sacerdote, durante todo su ministerio, desde la unción en la sinagoga hasta su muerte en cruz o en los mensajes de paz que nos ofrece resucitado.
Ofrece el sacrifico pleno al presentarse a sí mismo como víctima y sacerdote. Establece la nueva alianza que une en comunión a los hombres con Dios y que realiza perfectamente la misión del sacerdote: ser puente entre los hombres y Dios y establecer esa relación entre la humanidad y su Señor.
No son los sacrificios rituales que a diario se ofrecían en el templo y que terminaban perdiendo su sentido al convertirse en meros ritos sin interioridad, es la vida ofrecida en sacrificio, un sacrificio que otorga perdón, reconciliación y vida nueva.
La lectura de san Lucas que nos presenta a Jesús en la última Cena viene a descubrirlo como el sacerdote de la nueva alianza sellada con su sangre para salvación de todos.
Hoy podemos contemplar, alabar y agradecer a Jesús por ser sacerdote, pero también es un día muy propicio para descubrir que cada uno de nosotros por el bautismo fuimos constituidos sacerdotes en unión con Jesús.
También nosotros tenemos esa misión de llevar todas las cosas a su perfección y su santidad. También nosotros debemos ofrecer sacrificio de reconciliación y de vida.
Que este día todos y cada uno de nosotros recordemos esa misión a la que nos invita a participar Jesús: ser sacerdotes juntamente con Él. El Papa Francisco al mismo tiempo que exige fidelidad a esta misión sacerdotal de los presbíteros poniendo a Cristo Pastor como modelo, nos invita a hacer nuestra oración por todos los sacerdotes, a acompañarlos, a apoyarlos y hacerles sentir en familia en su comunidad.
San Carlos Lwanga y compañeros, mártires
¿No nos gustaría a nosotros hacerle a Jesús la misma pregunta que le hacen los saduceos?
Tenemos muchas dudas sobre lo que hay “más allá, después de la muerte”. Y por más que muchos ahora digan que les hablan a los muertos o que tienen comunicación con los espíritus, siempre quedamos en la ignorancia, sobre lo que hay más allá.
Cristo mismo nos asegura que hay resurrección, pero no tenemos claro qué podremos encontrar. Nuestras pobres inteligencias se niegan a concebir una vida nueva, diferente, y queremos encasillar la resurrección como en un continuo revivir, reencarnarse, que al final terminaría en una vida monótona, sin novedad.
Cristo nos dice que tendremos vida en plenitud, no que viviremos como cadáveres. Habrá una comunicación con nuestro Dios y una participación de su amor que nos hará vivir a todos como hermanos.
San Pablo busca animar a Timoteo y sostenerlo recordándole que nuestro Salvador Jesucristo ha destruido la muerte y ha irradiado la vida e inmortalidad por medio del Evangelio.
Esta enseñanza de ningún modo nos debe excusar de un trabajo serio y comprometido con la realidad, sino todo lo contrario: quien tiene fe en la Resurrección de Jesús, se une íntimamente a Él, y se compromete seriamente por la vida en todos sus sentidos.
Es triste el ambiente de muerte que propiciamos al destruir la naturaleza; es increíble la dureza del corazón que debemos tener, cuando somos capaces de destruir la vida desde el vientre, o en la ancianidad, con el pretexto de que “estorban o no son productivos”.
Hoy el Señor nos llama a un cuidado de la vida en todas sus expresiones. La vida en tu persona que no debes destruir con el alcohol, con las drogas, con los excesos; la vida de los demás que debes cuidar y preservar; la vida de la naturaleza que al final de cuentas da vida al hombre.
¿Somos cuidadores de la vida o somos pregoneros de muerte?
Santo Marcelino y Pedro, mártires
Con mucha frecuencia se ha manipulado el texto de este pasaje para deslindar los poderes de la Iglesia de los poderes del Estado. Tendrán toda la razón quienes busquen que la religión no se convierta en una manipulación ni en una justificación de poderes injustos. Por ningún motivo debe la religión, o sus instituciones y personas, sostener un sistema político, ni legitimar sus acciones, como tampoco, un sistema político debería aprovecharse de la religión para obtener sus votos, sus justificaciones y su sustento.
La pregunta hecha a Jesús tiene sus implicaciones graves porque no busca sinceramente qué es justo y cómo debe actuar un verdadero israelita, sino que pretende ponerlo en un aprieto: si dice que sí, estaría justificando el dominio injusto y arbitrario del Imperio Romano; pero si dice lo contrario, se le tomará como un alborotador peligroso para el imperio.
La imagen del César no solamente en la moneda, sino en la vida pública y privada, busca substituir a Dios. Se quiere hacer como Dios.
Jesús lo que pide es que solamente a Dios se le dé el verdadero culto y el verdadero respeto. No pretende que sus discípulos se desentiendan de sus obligaciones como ciudadanos o miren con apatía las preocupaciones civiles.
Un cristiano tiene la obligación de mirar por el bienestar de toda la comunidad.
Sus rezos, sus oraciones, su espiritualidad, de ningún modo lo exentan de esta responsabilidad, todo lo contrario, lo hacen más consciente y debe responder con mayor exigencia.
San Pedro este mismo día nos dice en su carta que “ustedes deben vivir esperando y apresurando el advenimiento del día del Señor”. Es una espera dinámica y una confianza en que con el Señor construiremos ese cielo nuevo y esa tierra nueva. No esclavos del poder, sino servidores de su pueblo.
Reflexiones siempre actuales para reflexionar en el servicio, en la responsabilidad cívica y en honestidad de los servidores.
San Justino, mártir
San Marcos en medio de los diálogos y discusiones de Jesús con los escribas, ancianos y autoridades, nos lleva directamente a una parábola que toca el fondo del cuestionamiento que le hacen sobre la autoridad.
¿Quién tiene autoridad sobre la viña si no el Hijo?
¿Por qué los viñadores contratados quieren usurpar esa autoridad?
¿Dónde están los frutos que deberían entregar?
Con uno de los símbolos más significativos del Antiguo Testamento, San Marcos respalda la autoridad de Jesús y condena además a las autoridades que se han negado a dar los frutos de justicia y rectitud que se deben exigir a quien ha recibido tan preciado don.
Pero quedaríamos muy lejos de entender el significado, si solamente lo aplicamos a aquellos viñadores.
No es nada difícil contemplar a través de ellos, las autoridades de todos los tiempos, pero sobre todo las autoridades de estos tiempos. Toda clase de autoridad tiene la obligación de cuidar la viña, de hacerla fructificar y entregar los frutos a su tiempo.
Lo triste de nuestro país y de nuestros pueblos, no es que no sean muy ricos en infinidad de bienes tanto materiales como humanos y sociales, lo triste es que en la mayoría de ellos, las autoridades responsables han debastado la viña, la han violentado y se han apoderado de sus riquezas.
¿Tienen alguna defensa quienes con violencia matan a inocentes y destruyen las familias?
Todas esas víctimas claman al cielo y son escuchadas por el Señor. Su sangre se une a la del Hijo asesinado. También hoy reclama el Señor el maltrato a la viña amada: los pobres, los niños, los inocentes, los indefensos. También hoy debemos escuchar todas sus palabras y hacernos responsables de los frutos que espera el Señor.
¿Qué respondemos al Señor?